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Pepalabras
Seguiré publicando una entrada a la semana.
Y ya está, fácil verdad? Espero que nos sigamos encontrando entre las líneas de esta blog.
Capítulo I.
Soy escritor y después del éxito de mi primera novela me propuse en serio vivir de este oficio. Cuando digo vivir me refiero al tema crematístico, o sea, lo que viene siendo el dinero.
Era un momento dulce, había mejorado considerablemente mi economía y una editorial me había fichado entre los suyos, su oferta era publicar mi próxima obra y cual caramelo envenenado me ofreció un suculento adelanto.
No sé si era alguna forma de prostitución, pero en estos momentos saber que podría tener la nevera llena, pagar deudas y hasta comprarme ropa, terminó por convencerme.
Lo primero que hice fue dejar el triste apartamento lleno de humedades y bichos inmunes a mis esfuerzos por erradicarlos.
Me mudé a un piso luminoso, el "tercero B" en un edificio de una buena zona.
Andaba ilusionado, con mil planes y metido de lleno en la segunda novela cuando el mundo nos sacudió con una pandemia que parecía sacaba de una película de terror.
Yo andaba enredado en mi segunda novela, como el método usado en la primera me fue bien, estaba convencido de que todo iba a ser coser y cantar.
Tenía el argumento, el final..... pero no contaba con el obligado confinamiento que derrumbó mis planes estrepitosamente,
Y es que yo me nutría en la calle para hacer creíbles mis personajes, siempre salía con mi portátil como si de un tercer brazo se tratara. Me sentaba en una cafetería, en un parque, en un centro comercial, cualquier sitio que me permitiera mirar la cara a la gente y robarles sus emociones.
Grababa en mi retina cualquier gesto ajeno, como si fuera sordomudo miraba las bocas cuando hablaban, cualquier tic, cualquier movimiento en la cara de quien me fijara me trasmitía la esencia de la persona. Luego lo añadía a mis personajes y se hacía la magia.
Pero al estar confinado no contaba con ese recurso y mi nueva novela me parecía insulsa, estaba bien escrita pero no tenía alma, como alguien que canta bien pero no emociona.
Me estanqué. Las llamadas de mi editora Rosi no ayudaban, me decía que era una oportunidad el estar por obligación encerrado, que tendría todo el tiempo del mundo para escribir.
No pude explicarle que yo así no funcionaba como escritor, seguro de que no me entendería.
Pero no me podía venir abajo, después de tantos años de sacrificios por fin veía la luz, tenía que arrancar como fuera. Estudié las opciones que tenía para conseguir mi propósito, hice una lista de las salidas permitidas, a saber: supermercado, farmacia, gasolinera, médicos y poco más.
Yo, tan inteligente, tan orgulloso de mí mismo, no había caído en un "pequeño" detalle.
Todo el mundo llevaba mascarilla. Solo podía ver sus ojos y en las miradas que intenté escrudiñar encontré miedo. El mismo miedo que me devolvía mi espejo.
Una noche estaba delante del ordenador creando nada, desesperado por no poder encender la chispa que dotara de vida a cientos de palabras desmotivadas, cuando me distrajo un ruido que venían del balcón.
Con desgana me levanté para ver de que se trataba, sabiendo que no serían las musas para rescatarme de mi particular desierto creativo.
Salí al balcón y el suelo lucía adornado de colores, eran pinzas para la ropa que no eran mías.
Me encontré con un vecino del "tercero A", un hombre mayor que al verme torció el gesto aliviado, pensé: la primera expresión que veo en mucho tiempo. Pero el hombre empezó a hablar y se hizo dueño de la situación.
-Oye, pensaba que estabas sordo coño, que llevo un rato tirando las pinzas, por cierto, devuélvemelas que si no mi hija se mosquea.
Mientras las recogía y se las pasaba pensé que parecía un tipo interesante.
-Mira, soy Cristóbal, coge esto con cuidado, solo con que te acerques un poco lo puedes coger. Es dinero, para que mañana me compres cigarros, que me quedan solo dos.
-Buenas noches Cristóbal, yo soy Adrián, ¿qué le hace pensar que le voy a comprar el tabaco? Si me lo pide a mí deduzco que su familia se lo tiene prohibido.
Yo hacía poco que me había mudado, apenas había coincidido en el ascensor con los vecinos, pero sabía que en aquella casa vivía más gente.
-Ah mira, Adrián como mi nieto, ya me caes un poco mejor. Oye, a ti debería darte igual si fumo o no, ¿qué pasa? ¿qué no tienes cojones para hacerle un favor a un vecino?
Encendí la luz de mi balcón para verle mejor la cara al "amable" vecino y me quedé como hipnotizado mirándolo. Sus ojos empequeñecidos por la edad estaban muy vivos, cada arruga de su rostro era como una cicatriz que quisiera hablar, la barbilla cuadrada con un hoyo en medio, las cejas blancas y largas.... Era pura expresividad.
Cristóbal al verme atontado mirándolo sentenció:
-Oye, que te va a dar un mal aire y te va a coger con la boca abierta, si pareces que nunca has visto a un viejo, mira que los escritores son gente rarita.
-¿Cómo sabe que soy escritor?
-Aquí se sabe todo. ¿Me vas a comprar lo qué te dije o te vas a quedar con esa cara de tonto toda la noche?
El vecino no estaba siendo muy amable que digamos y más teniendo en cuenta que me estaba pidiendo un favor. Pensé contestarle alguna insolencia, pero mi yo sumiso ganó.
-Si hombre, pero va a tener que ser mañana por la mañana.
-Bueno, no te olvides, mañana te espero aquí y me lo das. Temprano mejor que tarde.
Sin añadir nada más entró a su casa, ni buenas noches se dignó a decir, pero no me importó, dentro de mi cabeza repetía sus expresiones, atesoré aquel rostro como agua bendita. Al final me había equivocado y si eran las musas las que habían atravesado mi balcón.
Con ánimo volví al ordenador, no sabía donde encajar la expresividad recién descubierta, no cuadraba con los personajes que desfilaban en esa segunda novela que no me seducía.
Me dejé llevar, los escritores somos así, cuando aparece la savia inspiradora tenemos que atenderla de inmediato, como a una amante exigente que si no cuidas te abandona sin mirar atrás.
No sé cuanto tiempo pasó, absorto seguía escribiendo cuando me desconcentró de nuevo el ruido de algo chocando contra la puerta cerrada del balcón.
Con resignación salí esperando encontrarme al viejo, pero no, esta vez las pinzas las había tirado un adolescente desgarbado.
-Oye, pásame las pinzas que si no...
-Si ya, si no tu madre se mosquea.
Me miró como lo suelen hacer los adolescentes, preguntándose como había terminado la frase por él para pasar en segundos a olvidarse del tema.
-Te oí hablando antes con mi abuelo. Por cierto, soy Adrián.
-Yo también.
-¿Cómo?
-Que también me llamo Adrián.
-Pues vale, oye, que estoy seguro de que mi abuelo te convenció para que le compres tabaco y si se lo digo a mi madre no te iba a gustar tenerla como una vecina vengadora.
-¿Y? Pregunté mientras volví a encender la luz para verle mejor la cara.
-Que si me das algo de comer no me chivo.
-¿Qué te dé de comer? Eso me suena a chantaje.
Estaba más que sorprendido, pero nuevamente me puse en modo escudriñador analizando cada gesto, cada centímetro de aquella cara joven. El pelo revuelto, el mismo hoyo en la barbilla que su abuelo, los mismos ojos maliciosos, como si viera dos fotografías de la misma persona de joven y de mayor.
Pude atesorarme de su rebeldía, su ganas de comerse el mundo, su inexperiencia... Todo me valía.
-Llámalo como quieras, tu eres el escritor, seguro que encuentras más palabras para definirlo. Pero te advierto que mi madre tiene un genio...., mejor estar con ella a las buenas.
Por un momento eché de menos mi anterior vivienda, con sus cucarachas incluidas, pero me estaba nutriendo de sus rostros, tenía que ceder.
-¿Y se puede saber por qué no comes en tu casa?
-Bah, porque estoy en huelga de hambre.
-¿Y eso?
-Que no me dejan salir, ya sé que no se puede, pero por lo menos que me dejen ir a hacer algo de compra. Como soy asmático tienen miedo de que me pille el bicho. Mi madre también insiste en que debemos proteger al viejo, como si el solito no se supiera defender del mundo. Con la mala hostia que tiene hasta el virus huiría de él.
Resignado entré y le saqué lo que tenía más a mano, un paquete de galletas. Tenía la despensa casi vacía.
-Toma, mañana tengo que ir a hacer la compra, pero que conste que no pienso seguir alimentándote, toma esto como un gesto amable por mi parte. El primero y el último.
-Vale tío, ya veremos. No te olvides de comprarle los cigarros al abuelo.
Engulló las galletas como si no hubiera un mañana y sin más se entró.
¿No sabían en aquella familia dar las gracias? ¿Pensaban qué yo era su siervo? Miedo me daba conocer a la madre.
Pero volví a mi ordenador, hirviendo después de tanto tiempo con el impulso de la escritura.
Avancé más de lo que esperaba, en el fondo era yo quien le tendría que dar las gracias a la "familia trapisonda".
Continuará.
Hola Hermanita! Tema de actualidad con la pandemia. A ver qué nos depara la "familia trapisonda" y cómo le va al escritor.
ResponderEliminarBueno Hermanita, Besos y Abrazos Grandes. Cuídate mucho.
Si, es difícil no reflejar lo que estamos viviendo, espero que disfrutes con esta historia.
ResponderEliminarUn abrazo grande, grande.
La historia pinta muy bien..chiquitos vecinos, y como será la temida madre e hija a la vez, no sé me huele a romance .... gracias por tus historias amiga. 😘😘😘
ResponderEliminarGracias a ti por leerme cada semana.
ResponderEliminarEsta familia parece un poco rarita, a ver si no obligan al vecino a mudarse, jeje.
Un abrazo amiga.