jueves, 7 de octubre de 2021

El cartero. Capítulo II.

 Mi niñez se fue nutriendo con las vivencias que propiciaba, básicamente hablar con la gente, escuchar y sacar mis propias conclusiones. 
Ya sabía que mi felicidad estaría en llevar una vida contemplativa, sin prisas ni agobios, rodearme de tranquilidad, de naturaleza,  disfrutar de conversaciones agradables, tener un trabajo que no me robara demasiadas horas y que me gustara. También soñaba con encontrar el amor que me completara.
Viviendo como vivía en mi propio mundo relajado, los profesores se sorprendían de que siempre sacara las mejores notas. Les dijeron a mi madre, que era la que se ocupaba de esos temas, que tenía un coeficiente intelectual muy superior a la media y que podría estudiar la carrera que quisiera. Vamos, que era superdotado. Aunque también la advirtieron  que a veces los niños con altas capacidades no se sienten comprendidos y terminan sin aprovechar el potencial que tienen.
A mí me daba igual, bueno no del todo, agradecía que la genética o lo que fuera me hubiera regalado el don de sacar aquellas calificaciones sin apenas estudiar,  me dejaba tiempo libre para hacer lo que me gustaba: intentar rodearme de las personas y las cosas que me hacían feliz. ¿Para qué complicarme la vida?
Todo el mundo decía que yo era un niño viejo.
No te desesperes Cecilia, que ya llega el momento de relatar tu entrada en mi mundo.
Nos conocíamos del colegio, se podría decir que de lejos. Pero cuando llegamos al instituto y nos tocó estar en la misma clase aquello cambió. 
Tú y Lali siempre estaban juntas, pero con generosidad me permitieron que yo fuera un satélite que girara alrededor, sin perturbar la amistad que atesoraban desde siempre.
Lali era una chica agradable, guapa, buena gente como lo sigue siendo a día de hoy, pero fuiste tú quien hizo que mi corazón brincara como si de una pelota saltarina se tratara.
Ya me gustabas cuando en el colegio mis ojos te buscaban, pero fue en el instituto cuando me rendí sin poner resistencia.
Un día estábamos los tres haciendo un trabajo conjunto en la biblioteca, firmaste y observé como en las dos "ies" de tu nombre, sustituías los puntos por dos minúsculos corazones casi imperceptibles.
Aquel detalle me habló de tu verdadera naturaleza, y el hecho de que esos corazones fueran tan pequeños me hicieron ver que no buscabas destacar, que te contentabas con saber lo que llevabas dentro sin tener la necesidad de gritarlo al mundo. 
Supe que ya te quería y que si la vida era justa terminaríamos juntos. Solo había que esperar a que te dieras cuenta, no te iba a agobiar con cortejos ni flores. 
Entreabrí una puerta para que la cruzaras cuando sintieras lo mismo, no importaba que no fuera inminente,  yo sabía esperar. 
Creo que Lali algo se olía, pero discreta como siempre nunca insinuó nada, al menos a mí.
Fueron buenos años, de estudios y risas, de irte conociendo cada día un poco más, cada vez un poco más cerca Cecilia. Lali comenzó a salir con un chico y aunque la amistad contigo no se vio resentida, me dejó a mí el hueco de su ausencia que aproveché para empaparme de ti.
Eras la única que no me llamaba Daniel, para ti era Dani, y la simple omisión de una sílaba creaba un micromundo de intimidad donde solo cabíamos nosotros dos.
Fue por entonces cuando algo alteró la rutina familiar.
Mi abuelo paterno vivía solo desde que había enviudado años atrás, cerca de nosotros, pero una operación de rodilla lo iba a tener incapacitado durante algunos meses. El insistía en que ya se las apañaría solo, pero no era viable, así que mis padres lo trajeron a nuestra casa supuestamente por un tiempo, pero terminó siendo uno más hasta que falleció cuando a él le pareció bien 15 años después.
Era todo un personaje, un tipo afable, amigo de todo el mundo, con sus peculiares manías que todos pasábamos por alto. Mientras estuvo en la silla de rueda, sacarlo a pasear se convertía en un ejercicio complicado, pues cada dos por tres se acercaba alguien conocido y establecían largas conversaciones.
Era muy locuaz el abuelo Rafael, con incontables anécdotas que no dudaba en contar cuando veía la ocasión.  Todo el mundo lo conocía, pero lo sorprendente es que no caía pesado, al contrario, la gente lo escuchaba atentamente y con cariño.
Nunca llamaba a mi padre por su nombre, siempre le decía "hijo", como si así le recordara quien era cada uno.
Muchas veces cuando yo regresaba de estar en la biblioteca enredado contigo con algún trabajo, me miraba fijamente y me olía  la cabeza, para luego decir: "hueles a amor, ¿cuándo me la vas a presentar?"
No te preocupes Cecilia, no divago, vuelvo a nosotros en nada, pero tienes derecho a conocer mi mundo de entonces para que comprendas el de ahora.

Continuará.
 


2 comentarios:

  1. Bonita historia, me gusta. Besotes

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  2. Me gusta que te guste. Ya tocaba algo más tranquilo, aunque pasarán cosas, así que ya sabes, a seguir con tus visitas, jajaja.
    Un abrazo Astrid.

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