LUZ.
Yo solo quería tener una vida normal, pero mi madre con sus hachazos emocionales me negó esa posibilidad.
Para poder rememorar instantes felices tengo que viajar tanto en el tiempo, que se presentan borrosos y lejanos.
Esos pocos momentos dichosos que guarda mi memoria tienen como protagonista a mi padre, jugando conmigo, queriéndome, haciéndome reír. Pero yo era tan pequeña que temo que terminen por desaparecer y dejarme, de nuevo, huérfana de afecto.
Cuando el murió, me abrumó su pérdida, pero pensar que yo le había causado la muerte fue una losa demasiado pesada para los hombros de una niña de 5 años.
No fue fácil vivir con eso, no, y mi madre ni siquiera me permitió el consuelo del llanto.
Mi madre era guapa, decidida, segura de sí misma; tanto, que yo me sentía como un ratoncillo a punto de ser cazado. No me podía quitar de encima esa sensación. Ella siempre parecía estar a disgusto conmigo, como si yo no le gustara.
Me decía que era lógico, si yo había propiciado el fallecimiento paterno, era normal que ella no me quisiera.
Mi mente infantil me decía que para ganarme su afecto tenía que ser buena.
Ser educada, sacar buenas notas, no contrariarla..... pero nada la satisfacía.
Me convertí en una niña triste, no me sentía querida. Lo único que me acompañó desde entonces es el amor hacia los animales, los únicos que nunca me han defraudado.
En aquellos años, cuando mi madre intentaba -según ella- educarme, los métodos utilizados me atenazaban la voluntad, no era capaz de reacción alguna, ni tan siquiera de expresarme con palabras. Me replegaba en un silencio obligado que la exasperaba aún más, pero según fui creciendo y pensando que mi madre no era buena, ese silencio se convirtió en aliado al constatar que la sacaba de sus casillas. Esa fue la única defensa posible, mi silencio.
Hubo un antes y un después cuando me regaló la cría de gato que le había pedido, al dejar que el animal se estrellara contra el suelo ante mis ojos infantiles.
La rabia que sentí era más grande que mi cuerpo, por mucho que yo pensara que me culpaba por su viudez, aquel acto me sacó para siempre de su esfera. Aunque la única forma que encontré para fastidiarla fue orinarme por decisión propia por las noches en la cama.
Seguí cumpliendo años bajo su amenazante influencia, se esforzaba para que yo viera la maldad en la gente y me defendiera, pero solo por llevarle la contraria seguí siendo la chiquilla confiada que ella tanto detestaba.
Podría contar mil incidentes propiciados por mi madre, como cuando me alejó de mi primera amiga, Jacke. O cuando se acostó con mi primer novio.
¿Pero para qué? En la adolescencia comprendí que la única salida que tenía si quería tener una vida medianamente normal era alejarme de ella.
Cada noche contaba los días que me faltaban para la mayoría de edad, me esforzaba en imaginarme ejerciendo la profesión que había elegido, me visualizaba convertida en Veterinaria y viviendo lejos de mi madre.
No me importaba tener que trabajar para pagarme el sustento y la carrera sabiendo que mi madre era rica. Cualquier cosa era infinitamente mejor que vivir bajo su mismo techo.
Llegó el momento tan ansiado y me liberé de su influencia.
Pero el destino tantas veces puñetero me tenía reservado sus propios planes.
Una llamada telefónica desencadenó lo que viene siendo ahora mi otra vida, me informaron que mi madre había sufrido un ictus. Estaba ingresada y me pedían una documentación para gestionar su seguro privado.
Con pesadumbre volví a aquella casa que hacía años que no pisaba, el único consuelo era saber que no me la encontraría allí. Busqué en su despacho los papeles que me habían pedido, pero no fue lo único que encontré.
En unos de los cajones de su escritorio tenía varias libretas, cada una con un año escrito en su portada.
No sé qué impulso me hizo llevármelas para leerlas en mi casa.
Era el diario que mi madre había escrito durante años contando las atrocidades que su mente ideó para forjarme a su imagen y semejanza.
Al leer que realmente fue ella la que mató a mi padre sentí una pena infinita. Sé que esa pena no va a desaparecer nunca, que tendré que vivir con ella.
Me dirigí al hospital decidida a matarla con mis propias manos, pero supe reaccionar a tiempo.
No, no era ese mi destino. Ni el suyo.
Mi madre sufriría de por vida secuelas por aquel primer ictus; con los años vinieron más.
Me instalé de nuevo en aquella casa dispuesta a cuidarla hasta el último de sus días.
Al ser la casa enorme pude instalar mi consulta de veterinaria. Entre más cerca esté de ella mejor.
Mi madre está todo el día sentada en una silla de ruedas, no puede caminar ni hablar.
Solo sus ojos expresan el terror que siente cuando dejo que los muchos gatos que ahora viven con nosotras se le suban al regazo. Me ocupo de esparcir en su gran cama el pienso que comen estos animales para que la acompañen toda la noche.
Le pongo unos auriculares con una grabación que solo reproduce maullidos, día y noche, sin descanso. La fobia que siempre ha sentido hacia los gatos se ha convertido en mi mejor aliada.
Eso si, me ocupo de que tome su medicación, de que los batidos que le doy tengan todos los nutrientes que necesita, no quiero que muera pronto. Es ahora cuando me toca disfrutar a mí.
Si en algún momento observo que el umbral de terror hacia esos animales disminuye, idearé algo que le produzca pánico.
Paso mucho tiempo pensando en mil formas de martirizarla y me regodeo de placer siendo feliz por primera vez en mi vida.
Y aunque nunca se lo reconoceré lo cierto es que no fracasó, consiguió sacar de mi alma herida el mal que la guio.
Fin.
Inesperado final, me ha encantado,al fin logró su objetivo y no puede disfrutarlo. Que malvada la hija, aunque claro de tal palo....tal pastilla. Esperando tu siguiente relato amiga 😘😘😘😘
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado amiga.
ResponderEliminarLa próxima historia no será tan malvada, cambio de tercio.
Un abrazo Astrid.