jueves, 30 de septiembre de 2021

El cartero. Capítulo I.

 Querida Cecilia:

Como no podía ser de otra forma la explicación que te debo te llegará a través de esta carta que temo larga, para poder justificar mi conducta y que me puedas comprender. Ojalá puedas perdonarme.
No será tarea fácil resumir en esta carta mi conducta, tendré que retroceder en el tiempo, pero es la única forma para expresar lo sucedido y justificar lo que hice.
Nos conocimos en el colegio, no coincidimos en ninguna clase, pero mi ojos siempre te buscaban, intuyendo quizás que serías importante en mi vida.
Ya en el instituto nos tocó compartir aula y tú junto a Lali fueron las únicas personas que no tuvieron en cuenta mi fama de raro para aceptarme tal y como era. Una adopción emocional que me cambió la vida para bien.
Desde pequeño arrastro el sambenito de chico raro, no entendían que no me gustara participar en los típicos juegos de niños que yo encontraba ruidosos y hasta violentos, por ello prefería estar con la niñas, supongo que algunos pensaron equivocadamente que era homosexual.
Siempre me dio igual lo que cuchichearan a mis espaldas mientras no se metieran directamente conmigo y yo pudiera seguir alimentando mi mundo interior. Supongo que el hecho de que me gustara escuchar y relacionarme con todos me evitó sufrir el temido acoso.
Recuerdo una anécdota de cuando era muy pequeño y que quizás resuma mi forma de ser.
Un día la profesora nos preguntó que queríamos ser de mayores y el aula infantil se llenó de futbolistas, cantantes, doctoras y astronautas. Yo fui el último en pronunciarme y retumbó entre las paredes la carcajada general que provocó mi respuesta: cartero, yo quería ser cartero.
¿Cómo era posible que ni la profesora que se sumó a la carcajada pudiera entenderlo?
¿Eran todos tontos o qué?
Retrocedo más en el tiempo y veo a mi madre contenta cada vez que José Luis, el cartero de entonces, llegaba a casa; tras subir la empinada cuesta no depositaba la correspondencia en el buzón, se tomaba la molestia de tocar a la puerta. Costumbres de lo pueblos que por desgracia se pierden.
Mi madre abría y le ofrecía un vaso de agua fresquita, que el hombre tomaba como si fuera maná y se lo agradecía con aquella sonrisa vieja que me fascinaba. Siempre intercambiaban algunas frases amables y cuando se despedían mi madre abría la carta con un gesto que le alegraba la mirada.
A mí aquel ritual me producía lo que ahora sé que es ternura.
Fui creciendo al igual que mi curiosidad y me atreví a preguntarle a mi madre que es lo que le escribía José Luis el cartero, en aquellas cartas que ella esperaba ilusionada.
Me sonrió mientras me revolvía el pelo como solo saben hacer las madres y me explicó que las cartas eran de su hermano Juan Francisco, que vivía en Lanzarote y semanalmente, y aunque no hubiera grandes acontecimientos que contar, se sentían cerca a través de sus misivas. Que el trabajo del cartero era entregar las cartas que escribían otras personas.
Comprendí porqué el cartero siempre parecía feliz, era el portador  de las buenas nuevas. Tuvieron que pasar años para que comprendiera que también distribuía malas noticias, pero me sedujo lo primero, llevar felicidad a la gente con un acto tan aparentemente sencillo como la entrega de una carta. Además, el hablar amablemente con los receptores, aceptarles un vaso de agua, caminar tranquilamente por las calles del pueblo.... Aquello si era un buen trabajo, casaba perfectamente con mi forma de ver la vida.
Algunas tardes veía al cartero paseando en bicicleta con su hija y sentía envidia. 
Mi padre era el gerente de varias oficinas de las islas de una empresa de seguros, lo que lo obligaba a viajar y estar fuera de casa de lunes a viernes. Llegaba tan cansado de estar de un lado a otro que lo único que le apetecía era descansar sin salir de casa. 
Más de una vez oí a mi madre decirle que no valía la pena pasar tanto tiempo fuera, que aceptara un trabajo en Gran Canaria, pero él siempre respondía que le compensaba la parte económica.
¿Para qué? pensaba yo, ¿si no tenía tiempo de disfrutar de su familia ni del dinero? 
Mi madre un par de veces por semana daba clases de costura a algunas chicas del pueblo, decía que la apartaba de la rutina y le gustaba. Para mi curiosidad infantil aquellas tardes de telas y risas eran oro puro. Espiaba las conversaciones adultas que no llegaba a desentrañar del todo, pero eso no impedía que las siguiera con las antenas bien puestas.
Perdona Cecilia, pero tendrás que esperar para llegar al meollo de todo esto, pero lo que te cuento tiene un sentido, que no es otro que conozcas los entresijos mentales y espirituales de éste que te escribe.

Continuará.






2 comentarios:

  1. Interesante relato, que tendrá que contarle a Cecilia? Me gusta el nombre, esperando el siguiente capítulo....Besos amiga mía 😘😘

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  2. Como en todas las historias habrá que esperar para que pasen cosas, paciencia. Lo interesante es que mientras disfrutes de la lectura, espero que así sea.
    Un abrazo Astrid.

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