Según terminé mis estudios me puse a trabajar, ahorrando como una hormiguita para levantar la casa que había planeado con Dalia.
Ella terminó sus estudios con posibilidades de trabajar en un restaurante importante, pero decidió poner su propio negocio de restauración en la misma finca.
Sitio había de sobra, así con el consentimiento de la abuela, se ocupó el terreno colindante a la cocina familiar.
En un par de años fueron tomando forma nuestros proyectos.
Por fin teníamos nuestro propio techo y Dalia se centró en ofrecer alta cocina a precios razonables.
La abuela pareció rejuvenecer y ayudaba con los postres, donde las tartas, como no podía ser de otra manera, llevaban sus jugosas mermeladas.
Mi madre seguía pintando ajena a lo que pasara fuera de nuestra finca. Decía que las conversaciones con la abuela fallecida eran más que suficientes para estar al tanto de lo importante.
Mi abuelo estaba mayor, le costaba caminar, la espalda cada vez más encorvada le dolía, pero aunque sin dedicar tantas horas como en el pasado, pasaba sus buenos ratos pala en mano excavando en lo excavado.
A veces me daba por pensar que tenía una familia peculiar, pero probablemente cada uno piense lo mismo de la suya.
Dalia quedó embarazada y nació nuestro primer hijo, un pelirrojo con una energía que parecía inagotable. Por suerte tenía tierra alrededor donde correr, saltar, desfogarse y caer rendido por las noches.
Un día cualquiera mi abuelo tropezó en un hoyo que acababa de hacer y cayó dentro, con tan mala fortuna que se fracturó la cadera.
Debía guardar cama durante un prolongado tiempo y nos turnábamos para que no estuviera solo. Pero para aquel hombre que había pasado su vida al aire libre moviéndose sin parar el estar "encamado" lo fue matando poco a poco.
Decía que su cuerpo se había convertido en una cárcel y que no aguantaría mucho.
Solo mi hijo animándolo a mejorar para seguir buscando el tesoro conseguía arrancarle una sonrisa.
Mi madre nos dijo que veía a su abuela rondando alrededor de su hijo, que al abuelo solo le quedaban días.
Nunca presté mucha atención a las predicciones dictadas desde el más allá a mi madre, pero veía como mi abuelo se apagaba y me dispuse a pasar el mayor tiempo posible con él.
Como dijo mi madre, a los pocos días vimos que se nos iba y que él era consciente de ello. Se fue despidiendo de nosotros uno a uno. A mí me dejó para el final.
-Querido nieto, me has hecho muy feliz y te debo un regalo. En la vieja maleta donde guardo las fotos familiares te dejo algo. Haz lo que te parezca con el contenido, pero prométeme que no la abrirás hasta que me haya ido. No tendrás que esperar mucho.
Así fue, al día siguiente mi abuelo nos había dejado, por lo menos en su forma física como se empeñó mi madre en recordarnos a todos.
Busqué la vieja maleta que me había dicho y debajo de las esperadas fotos encontré una especie de hatillo de tela que denotaba su antigüedad.
Al abrirlo y descubrir su contenido lloré de rabia.
Allí estaban los diamantes.
¿Por qué nos había engañado a todos siguiendo buscando lo qué ya había encontrado?
¿Qué impulso lo llevó a seguir excavando día tras día, año tras año?
Si nos hubiera dicho que lo había encontrado nuestras vidas hubieran sido muy diferentes. Yo no hubiera tenido que quemarme las pestañas estudiando para obtener la necesaria beca, hubiéramos podido viajar... qué se yo. Se me pasaron tantas cosas por la cabeza que por no volverme loco me dije que mi abuelo había padecido alguna enfermedad mental que lo obligó a actuar desde el desatino.
Me senté frente a aquellas hectáreas intentando calmarme y sin poder evitarlo pensé en lo feliz que había sido de niño hurgando en aquellas tierras con el abuelo. En mis juegos infantiles tal actividad me permitió ser pirata y cualquier personaje que mi imaginación quisiera recrear. También reflexioné sobre el tiempo que había pasado con mis estudios, si no me hubiera esforzado tanto no hubiera terminado la carrera con el trabajo que me hacía feliz. Realmente no necesité que mi familia tuviera más dinero para disfrutar de ellos como lo hacíamos a diario.
Miré a mi hijo que se acercaba y pensé que era afortunado. Por lo que veía en muchos niños de su edad, su actividad principal era pasar horas con una maquinita entre las manos que no les permitía socializar, ni desarrollar la imaginación, ni siquiera mancharse de tierra...
Me vio llorando y en lo que supuse un intento por despistarme la pena, dijo:
-Venga pá, vamos a buscar el tesoro del abuelo.
Y recogí la pala que me tendía.
Fin.
Me ha encantado el capítulo, no imaginaba que el abuelo ya tuviera los diamantes pero creo saber pq se lo calló...Gracias amiga muy bonito relato😘😘😘😘
ResponderEliminarGracias a ti por seguir así semana tras semana.
ResponderEliminarUn abrazo Astrid.
Mamá sigue así, tremendo relato, todo tiene un porqué y aquí lo demuestras 🤎
ResponderEliminarGracias hijo.
ResponderEliminar