jueves, 16 de noviembre de 2023

Los niños no lloran. Capítulo VIII.

 Luna se apellida Gómez y yo Gutiérrez, por lo que siempre estuvimos en la misma clase, tanto en el colegio como en el instituto.
Nos acostumbramos a estudiar juntos en mi casa, por aquello de que en la suya solía haber más jaleo.
Mi abuela nos acompañaba y mientras nosotros hacíamos las tareas ella se entretenía con un ovillo de lana y una aguja, tejiendo y destejiendo continuamente; de alguna manera comprendía que no debía interrumpirnos y se mostraba serena. A  nosotros simplemente nos gustaba su compañía. 
Mi padre nos ayudaba con las matemáticas y mi madre nos preparaba la merienda, a día de hoy los sabores de aquellos bocadillos siguen intactos en mi memoria gustativa, por más que ahora me los haga con los mismos ingredientes no saben igual de ricos, misterios de la vida.
Mi padre nos decía la parejita, a mí me daba rabia pero hacía como si no me importara.
Entramos de la mano en la adolescencia con los inevitables cambios. 
Luna y yo formábamos parte de la misma pandilla y era normal que empezáramos a sentir atracción por algún chico o chica de nuestro círculo. Luna me contaba si le gustaba fulanito o menganito y yo, sin saber porqué, me ponía un poco celoso. NOTA: Cuando pase estos folios a limpio quitar la última frase, paso de servirle el cachondeo en bandeja.
Un día un chico que andaba medio enamorado de mi amiga vino a buscarla a mi casa. Cuando salieron, mi padre intentando ser gracioso me soltó:  a ver si te van a quitar la novia. Y mi abuela, que como siempre daba en la diana, le contestó: tú eres tonto, ¿no te das cuenta de que Luna y Julio son hermanos?
Aquello me hizo ver que tenía razón, éramos hermanos de alguna manera y los hermanos sienten celos.
Me quedé tranquilo, yo también empezaba con novietas y Luna era mi mejor confidente. 
Le pedí a la vida que mi mejor amiga estuviera siempre en mi camino, aunque no fuéramos continuamente de la mano. Y aunque a Luna y a mí nos vaya genial con nuestras respectivas parejas, no me imagino mi existencia sin ella.
Cuando en el instituto tuvimos que elegir asignaturas encaminadas a futuras carreras, los dos nos sentimos atraídos por la medicina, aunque no tuviéramos claro aún a qué especialidad nos dedicaríamos.
Hasta que una de esas casualidades me hizo ver lo que quería estudiar.
La madre de Luna estaba preparando algo para su trabajo y el ordenador le falló, me preguntó si podía ir a su casa y echarle un vistazo, se me daba bien la informática. Pude solucionarlo y ella puso el vídeo que se le había "trabado", me dijo que era de un parto y que igual no se me apetecía verlo, que me avisaría si el vídeo se le volvía a "colgar". No sé si fue por curiosidad o que de alguna manera nuestro destino está escrito, pero me quedé a verlo.
Contra todo pronóstico no me dio asco ver sangre ni todo el proceso, al contrario, sentí un escalofrío ante lo que me pareció un prodigio. Sara supo ver mi emoción, me dijo que había algo que el vídeo no podía captar, el olor a vida que inundaba un paritorio cuando se producía lo que a mí me parecía un milagro. Le pedí volver a ver el vídeo, y otra vez y otra.
La acribillé a preguntas, convencido de que yo quería ser matrón. Ella me dijo que tenía a una compañera y buena amiga "a punto de caramelo", que le preguntaría si no le importaba que yo asistiera a su parto. Sara le había prometido que aunque no le tocara en su turno la asistiría llegado el momento.
Ante mi insistencia la llamó para preguntarle si no le importaba que yo asistiera a su parto, a lo que Eva, la amiga de Sara, contestó que si servía para aclarar mi vocación sería bienvenido. Aunque puso una condición, si yo me desmayaba, le haría de canguro en alguna ocasión. Ahora entiendo que era broma, pero estaba dispuesto a todo por ver mi primer parto de verdad.
Sara me explicó que le faltaban un par de días para "cumplirse", pero que no era una ciencia exacta, que el niño nacería cuando le llegara el momento, que lo mismo se ponía de parto esa noche que podían pasar un par de semanas. Y que por supuesto podía ser a las 11 de la mañana o a las 3 de la madrugada.
A mí todo me pareció bien y le prometí que estaría a la hora que fuera. 
Pasaron dos días y yo seguía preguntando y preguntando a la pobre Sara por su amiga. Ella sabía que estaba ansioso por el acontecimiento, aunque como siempre, la que de verdad supo de mi nerviosismo fue Luna, que paciente me aguantó como si yo me estuviera preparando para viajar a la luna.
Cosa rara, Eva se puso de parto el día que tenía señalado, y yo lo vi como una señal. Por suerte no fue a las 3 de la madrugada, aunque igualmente hubiera asistido.
Yo no había dicho nada a mi familia, y ese domingo memorable no les extrañó que saliera a lo que yo definí como "voy a dar una vuelta".
Y llegó el gran momento, el acontecimiento que me situó en el punto de partida.

Continuará.


2 comentarios:

  1. Así nacen las vocaciones, o al menos en una situación similar yo supe que lo mío era la enfermería y no me arrepiento para nada de mí elección. Que bien lo has plasmado amiga. Me tiene cautivada está historia. Gracias. 😘😘 abrabrazo y un beso apret

    ResponderEliminar
  2. Qué bueno que pueda "tocarte" con mis palabras.
    Gracias Astrid, tus comentarios positivos siempre me animan a seguir escribiendo.

    ResponderEliminar