Antonia.
Dios santo de mi vida y mi corazón, casi no me creo que después de tantos años esté escribiendo de nuevo. Todavía guardaba la manilla de folios que en su día me regaló Cristóbal, y aunque han pasado muchas décadas siguen en perfecto estado, un pelín amarillentos pero preparados para que los use. Lo que es bueno es bueno.
Ya he perdido la cuenta, me hago mayor y a veces la memoria me falla, pero como poco hace setenta años que dejé de contarle mis penas a un papel.
Quise hacerlo después de parir al niño de mi Celia, pero cuando lo intenté mis lágrimas cayeron como lluvia sobre el papel borrando lo escrito. Porque aunque fue el día más feliz de mi vida al poder darle a mi Celia lo que le había prometido, también fue el más triste, al darme cuenta de que por mucho que me hubiera pasado el embarazo repitiéndome que el niño no era mío, cuando sus ojos se clavaron en los míos me desgarró el corazón. Ese día me morí un poquito por dentro.
No avisé cuando empecé a sentir cerca el parto y como me había propuesto, parí sola. El niño, el nuevo Cristóbal Figueroa nació sano y grandote, de cara un calco del padre, igualito. Mientras salía de mi cuerpo me prometí no quererlo, pero no sirvió de nada.
Con el paso del tiempo veía a mi Celia ejerciendo de madre con tanto con amor y felicidad, que me aferré a eso para intentar remendar los rotos de mi corazón, pero no dejó de ser eso, un remiendo.
No puedo culpar a nadie, si acaso, al amor que siempre le tuve a mi Celia, y algo que se hace por amor no puede ser malo.
Pero no quiero enredarme, quedan tantas cosas por contar....
Cuando Don Cristóbal vio que había tenido un varón, le recordé nuestra apuesta: Si nacía niño me enseñaba a conducir. El dijo que cumpliría con una condición, que dejara de tratarlo de usted y olvidara el "don". Me costó menos aprender a conducir, pero terminé por acostumbrarme. El caso es que como le pusieron el mismo nombre al hijo, nos referíamos a este último como Cristóbal el chico.
Regresamos a la casa de Vegueta y me abracé a mi jacaranda diciéndole cuanto la había echado de menos y aunque con un recién nacido había más trabajo, no dejé de barrer sus flores. También volví a subirme a las escaleras para limpiar las preciosas lámparas.
Cristóbal el chico fue un bendito de Dios. Además de sano y bonito, los primeros meses comía y dormía sin apenas un lloro. Mi Celia se ocupaba en todo momento de él, en pocas ocasiones me tocó darle
algún biberón y lo hacía sin mirarle la carita para no mojarlo con mis lágrimas.
Pasó el primer año. El libro de Cristóbal se vendía tan bien que lo tradujeron a otros idiomas y cuando nos quisimos dar cuenta se había convertido en famoso en el mundo entero. Cuando un tiempo después le dieron el Premio Nobel de literatura, el primer canario en conseguirlo, seguimos con nuestras vidas como siempre, pero algo cambió. Cristóbal pasó a ser involuntariamente de todos.
Nos tuvimos que acostumbrar a periodistas que venían a hacerle entrevistas y que aprovechaban para fotografiarse bajo la jacaranda que de rebote se hizo también famosa. Con los años el título fue protagonista de más de un estudio, veían en él algo como religioso o espiritual. Cristóbal y yo nos reíamos al recordar que yo le había dado tal nombre. Según pasaron los años, ese premio vino a condicionar nuestras vidas, pero todavía quedaba mucho por llover para que nos diéramos cuenta.
Voy a parar por ahora que me lloran los ojos, las puñetas de hacerse vieja.
Continuará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario