Antonia.
Ya sabíamos que lo que iba a nacer sería varón, daban gusto la de modernidades que a cada rato nos dejaban con la boca abierta.
Parió Luz en un hospital y como no podía ser de otro modo me recordé mordiendo una sábana para no asustar a mi Celia cuando pasé el mío.
Cristóbal el grande y yo corrimos a ver al recién nacido. La cuarta rama del árbol, mi bisnieto me decía para mis adentros. Los padres estaban orgullosos, contentos, mirando al retoño intentando encontrarle algún parecido. Cuando nos fuimos, Cristóbal el grande me dijo que el niño se parecía a mí.
Le contesté que se dejara de boberías y le di la espalda en el ascensor para que no me viera la sonrisa.
A mí me hubiera gustado que eligieran otro nombre para el niño, pero sus padres se empeñaron en que existiera un cuarto Cristóbal Figueroa.
Teníamos a Cristóbal el grande, a Cristóbal el chico -aunque la desgracia no los había quitado no había día en que no lo nombráramos- , Cristobín y para rematar el clavo otro Cristóbal. ¿Cómo iba a llamarlo para no liarme? Qué ellos hicieran lo que les diera la gana, para mí la criatura sería "el niño".
Como Luz trabajaba en la casa familiar con Cristóbal el grande, apenas pasadas dos semanas volvió a su rutina. Se traía al niño y cuando le tocaba se lo enganchaba a la teta, yo me encargaba de los pañales y de atenderlo, contenta de seguir siendo útil.
El niño me tenía embobá, no me cansaba de mirarlo. Fue un crío tranquilo y desde que aprendió a hablar y tuvo algo de tino me hacía cada pregunta... era un alma vieja. Le gustaba estar conmigo y el patio se convirtió en su espacio de juegos. Ya de chico tenía las paletas separadas y los padres pensaban que cuando mudara los dientes de leche eso cambiaría. Pero ya me olía yo que no, Cristóbal el grande tenía razón, el niño se me parecía.
Tuvimos unos cuantos años sin sustos, Cristóbal el grande publicó su último libro que trataba sobre la amistad de toda una vida entre dos hombres.
Al leerlo entendí que no era casualidad que uno se llamara Antonio. El mismo Cristóbal el grande me lo explicó:
-Antonia, ese libro lo escribí para ti, tengo una deuda contigo que no podré pagar nunca. No sé qué hubiera sido de Celia y de mí sin tu sacrificio. Ya sabes a qué me refiero. Puedo imaginar que tu generosidad te habrá dolido. Y luego esta familia, esta casa, que sin ti no sería la misma. Si en el libro no cuento que Antonio es una mujer, es para no comprometerte, ya sabes qué miran con lupa todo lo que escribo.
Lo abracé con ganas.
-A mí no me debes nada Cristóbal.
El libro, como todos los suyos, fue bien acogido y traducido a no sé cuantos idiomas. Y razón tenía Cristóbal el grande, los estudiosos de su obra quisieron saber quién era el Antonio del libro.
Si supieran que era una mujer, coja y con las paletas separadas por más señas, se hubieran quedado de piedra. Pero ese sería otro de nuestros secretos.
Pareció que Cristóbal el grande se sintió aliviado al ver que todo iba bien: el nieto Cristobín encarrilado, el bisnieto sano, yo reconocida en su libro aunque sólo lo supiéramos nosotros dos, una carrera literaria llena de éxitos...
Una noche se acostó a dormir y ya no se despertó.
Era un sábado y solo estábamos los dos en la casa. Por la mañana cuando clareó me extraño que no se hubiera levantado y con un mal presentimiento entré en su habitación.
Cuando me di cuenta de que estaba muerto, encendí uno de sus puros y lo dejé en un cenicero. Me metí en la cama con Cristóbal y le confesé lo que no estaba escrito, no me dejé ni una mijita sin contar: los celos que sentía hacia él por mi raro amor hacia Celia, la tembladera de mis piernas cuando recordaba su cuerpo dentro del mío, la locura que me apretaba sabiéndome atraída por los dos, el dolor de parir para otra mujer... No sé cuánto tiempo pasaría, pero el puro se había consumido. Me despedí dejándole recados para Celia y Cristóbal el chico.
Su cuerpo ya estaba frío, lo abracé por última vez y llamé por teléfono a Cristobín.
Continuará.
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