Desde niña me bastaba con oír el sonido al abrirse la puerta para saber si mi padre había bebido antes de llegar a casa.
Si tardaba en encajar la llave la secuencia que seguía siempre era la misma: el portazo, tirar de cualquier manera el bolso que se llevaba con la comida y la bronca que en forma de gritos teníamos que soportar mi madre y yo.
Yo era hija única después de no sé cuantos abortos que había padecido mi madre y era el centro de su mundo. Mi padre era albañil, apenas aprendió a leer y a escribir y aunque nunca supo demostrarme su afecto, sé que no era mala persona, pero estaba amargado y se refugiaba en el alcohol con la excusa de que estaba reventado de trabajar por una miseria.
Se volvía violento con sus palabras y sus ademanes agresivos, montando en cólera por cualquier tontería: la sopa estaba desabrida o sosa, daba igual, cualquier pretexto le bastaba para amenazar verbalmente a mi madre haciendo estallar contra el suelo el primer plato o vaso que tuviera a mano.
Mi madre nunca le replicaba, aguantaba el chaparrón como si una capa invisible la protegiera de aquel maltrato, mientras yo no podía evitar llorar desconsolada. Él según el día reaccionaba, o paraba de gritar o la cogía conmigo ofreciéndome una bofetada si no dejaba de llorar.
Un día le pregunté a mi madre que por qué no nos íbamos, tenía miedo de que mi padre traspasara la línea y le diera una paliza o que me pegara a mí.
-No te asustes Maribel, perro ladrador poco mordedor. Se desahoga así a lo bruto, pero no creo que llegue a más, y si se diera el caso y se atreviera a ponerte la mano encima, te juro por mi vida que cuando esté dormido le rebaño el cuello con el cuchillo más afilado que encuentre aunque me cueste la cárcel.
-Vivir así no es bueno para nosotras, vámonos a donde sea mamá.
-¿Te crees que no le pensando? Pero, ¿a dónde voy a llevarte con lo que cobro limpiando un par de escaleras a la semana? Aquí tienes mi protección, techo y comida. ¿Sabes qué hago cuándo me grita? En mi cabeza empiezo a hacer la lista de la compra o a pensar en las cosas pendientes de la casa, deberías probar algo que te entretenga por dentro, cantarte una canción a ti misma o lo que se te ocurra que te distraiga hasta que tu padre deje de gritar.
Aquella conversación se grabó a fuego en mi memoria por dos motivos. Primero, porque cuando mi madre dijo que sería capaz de cortarle el cuello supe que era verdad y la idea de que terminara en la cárcel me aterró. Y luego porque tenía que buscar algo que me volviera sorda temporalmente.
Desde ese momento dejé de llorar cuando mi padre montaba sus espectáculos, me tragué mis lágrimas por pasar desapercibida e intentar minimizar la posibilidad de que a mi madre la tildaran de asesina. De alguna manera ese ejercicio de contención me convirtió en un cachito menos niña. Y con respecto a lo otro, a lo de buscar algo que me distrajera, llegó por casualidad -si es que las casualidades existen- en forma de regalo cuando hice la primera comunión.
Alguien de la familia me obsequió un diario, el primero que mis manos acariciaban, con su pequeña llave dorada. Era tan bonito, tan nuevo, que en un principio me dio pena estropearlo con mis penas y me limitaba a acariciarlo.
Hasta que una noche los gritos de mi padre contra mi madre fueron tan desproporcionados que encontré en aquel precioso diario el refugio que necesitaba.
Continuará.
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