Si tuviera que definir con un color los últimos años de mi niñez diría el gris.
En casa las cosas seguían igual y ya había aprendido a hacerme invisible para evitar que mi padre traspasara su límite y pasara a la violencia física. No sabía entonces que aunque nunca nos tocó un pelo, mi madre y yo sufríamos otro tipo de maltrato.
No sé si el pasar desapercibida en casa condicionó mi carácter o era mi verdadera naturaleza, pero en el colegio seguí el mismo patrón. No quería llamar la atención ni para malo ni para bueno conformándome con aprobar y no meterme en jaleos. Los niños en general me parecían ruidosos, brutos, demasiados competitivos. No me gustaban y prefería a las niñas.
En el penúltimo año de escuela me tocó sentarme con Lolita, una niña tan triste que me despertó el instinto de protegerla sin saber de qué. Poco a poco fuimos cogiendo confianza y terminamos por ser amigas.
A veces iba a mi casa a merendar y hacíamos la tarea, pero cuando se acercaba la hora de llegar mi padre, le decía que mejor se iba. Un día ella me preguntó si había algún problema con mi padre y le conté la verdad, bebía y gritaba demasiado. Ella me dijo que ni tal mal, que el de ella la tocaba.
Yo era tan inocente en ese aspecto que me tuvo que explicar con pelos y señales los abusos sexuales que sufría. Nunca se lo había contado a nadie, su padre la tenía amenazada con matar a su madre si se le ocurría decir algo. Tenía una hermana más pequeña y su máxima preocupación era que le hiciera lo mismo que a ella.
-Si se atreve con mi hermana, soy capaz de matarlo con matarratas.
Aquello me dejó tan noqueada que creí que todos los hombres eran alimañas y juré no enamorarme nunca y como siempre, me refugié en mi escritura. Mutilé muchos penes con mi bolígrafo, imaginando a esos malnacidos desangrándose hasta morir, luego guardaba esos folios en la carpeta y me sentía más aliviada.
Seguía manteniendo en secreto mis escritos, era como un súper poder que me hacía sentir especial. No quería compartirlo creyendo que ese poder desaparecería si lo hacía. Alimentaba mi existencia real y anodina con tinta.
A los meses de la confesión de Lolita, el barrio se conmovió por la inesperada muerte de uno de sus vecinos. El hombre al que todos consideraban tan buena persona era Felipe, el padre de mi amiga.
Lolita estuvo unos días sin ir al colegio y cuando regresó no quise preguntarle nada. No hizo falta.
Con el paso de los años le perdí la pista, lo último que supe de ella es que había fallecido por una sobredosis a los 20 años.
Pero yo sabía que la causa verdadera de su muerte no fue la droga, no.
Continuará.
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