jueves, 12 de junio de 2025

Mi otra yo. Capítulo 4.

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Al terminar mis estudios primarios tenía tan interiorizada la certeza de que no podrían pagarme una carrera fuera, que no llegué ni a sentir frustración.
Si algo me gustaba era la literatura, pero no había facultad cerca y opté por la formación profesional.
Me decidí por auxiliar de enfermería sin una vocación evidente, pero siendo práctica me dije que tenía salida tanto en centros u hospitales públicos como en los privados y no era un ciclo excesivamente largo, si todo salía bien con 18 años ya podría estar trabajando. Y luego estaba lo de los horarios, con sus turnos nocturnos que me permitirían seguir escribiendo sin testigos. 
En las clases del ciclo predominaba una mayoría femenina, y los pocos chicos que me tocaron de compañeros estaban ocupados tirándole la caña a las guapas de la clase, qué simples me parecían. Por lo menos no tenía que preocuparme del género masculino, eso que me ahorraba.
Cuando comencé las prácticas en hospitales se me despegó la capa de indiferencia que me cubría y descubrí que me gustaba cuidar a los enfermos. Aunque fuéramos el escalón más bajo, éramos importantes en  los micro mundos que se crean en los hospitales. Algunos pacientes dependían de nosotros para sus aseos personales y después de la vergüenza inicial por dejar sus cuerpos desnudos en nuestras manos, a la mínima que les mostraras algo de cariño y empatía se abrían emocionalmente.
Sentía debilidad particularmente por la gente mayor y aprovechaba el ratito que pasaba con ellos para darles conversación y lo más importante: escucharlos. 
Fue por aquella época cuando mi padre comenzó a parecer enfermo, tenía un color amarillo en su piel que no me gustaba nada, comía poco y se acostaba pronto, hasta redujo el consumo de alcohol aunque nunca lo dejó del todo. Yo le decía que tenía que ir al médico, pero nunca me hizo caso. Según él, se me había subido a la cabeza hacer las prácticas en un hospital cuando lo que realmente hacía era limpiar culos ajenos. Hasta que un día telefonearon a mi casa desde el trabajo de mi padre, se había desmayado en una obra  y lo habían llevado al hospital.
Los primeros días los médicos no se quisieron pronunciar hasta tener todos los resultados, pero cuando me dijeron que tenía cirrosis hepática en fase terminal no me sorprendió. El abuso continuado del alcohol lo estaba matando.
Mi madre y yo nos organizábamos para que no estuviera solo, ella de día y yo de noche. En una de esas me dijo:
-Maribel, sé que me estoy muriendo y que he sido poco cariñoso contigo y con tu madre. Mi carácter de mierda no me ha dejado ser un buen padre, pero quiero que te pongas en mi lugar para que me puedas perdonar. Tuve una niñez jodida, mi madre murió en mi parto y mi padre era una mala bestia que se desahogaba moliéndome a palos. Ojalá puedas perdonarme para irme tranquilo.
-Claro, te puedes ir tranquilo cuando te toque, te perdono de corazón.
Y era cierto, lo perdoné de corazón, no dejaba de ser mi padre, pero no sé por qué me acordé de Lolita, mi amiga del colegio. ¿Si mi padre hubiera abusado de mí lo hubiera perdonado por mucho que hubiera tenido una niñez de mierda?
A día de hoy me lo sigo preguntando.

Continuará.


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