jueves, 13 de agosto de 2020

Juventud. Capítulo III.

-Abuela, ya estoy aquiiiií, vaya pero qué guapa te me has puesto hoy ¿y eso?
-Pues que hace una tarde bonita para pasear y te quiero presentar a un amigo.
-¿Se te olvidó ponerte el sujetador?
-No hija, no, tiré todos mis sostenes a la basura, siempre me ha molestado llevarlos y aún así me los ponía,  ya estoy harta de dictaduras.
-Destetada y me quieres presentar a un amigo... miedo me das.
-Mira, siempre he sido pechugona, ahora cuelgan porque soy mayor y a mucha honra, pero no olvides que amamanté a tu padre. Lo del amigo ya lo entenderás. Venga, demos el paseo.
Salen abuela y nieta, Amada acompasa sus pasos a los de Dolores, lentos pero orgullosos, tuteando a la vida sin miedo.
Por el camino Dolores va saludando a los vecinos que  encuentra, principalmente personas mayores que como ella han envejecido en ese pueblo.
-Adiós Maruca, pobre, con lo que le gusta un chisme y se está quedando sorda. Hasta luego Vicente, bonito bastón.
Llegan a una pequeña plaza detrás de la iglesia y se sientan en un banco de piedra bajo el viejo pino que les regala sombra y frescura.
-Abuela ¿y tu amigo?
- Mira hacia arriba y lo entenderás.
-¿Hacia arriba?
-Si, este árbol es mi amigo, conozco sus nudos como él mis arrugas, la de veces que me he sentando aquí bajo su protección, me ha visto crecer, envejecer... y siempre está para recibirme.  Bajo su amparo inicié otra etapa de mi vida que ahora te contaré.
-Me has emocionado con el árbol, abuela, de verdad, pero sigue sigue que siempre me dejas con la intriga.
-Sigamos pues. Mi padre tenía épocas de trabajo y otras que naíta y por entonces si no trabajabas no cobrabas. Hoy en día la cosa ha cambiado para mejor, aunque hay que seguir luchando para que mejore  la clase trabajadora, pero mejor será continuar que si no me enrollo.
Como se dio uno de esos tiempos de poco trabajo o ninguno para padre, a mí que ya había dejado la escuela me tocó apechugar.
Mi primer trabajo fue con 14 años en la casa del cura, don Fermín, iba por las tardes a planchar y a limpiar.
Una tarde don Fermín me llamó a su habitación y según entré  me tiró  violentamente contra un viejo armario, mientras se bajaba los pantalones que siempre llevaba bajo la sotana. Empezó a manosearme y a restregarme su miembro. Yo viendo que me forzaba, tuve el reflejo de sacar rápido el mechero que siempre llevaba en un bolsillo, el mechero que me regaló el tío Cristóbal antes de morir.
Todo me temblaba, pero conseguí encenderlo y lo acerqué bastante a sus partes, un tufillo a pelo quemado casi me hace vomitar, pero dio resultado, el sátiro salió aullando hacia el baño para mojarse y aproveché para salir corriendo como alma que lleva el diablo.
Me senté bajo este mismo árbol llorando de rabia pero también de alivio, cuando pasó por delante don Rafael y se paró a preguntarme qué me pasaba. Era el maestro del pueblo.
No fui capaz de contarle la verdad, así que improvisando le dije que el cura me había despedido porque sin querer le había quemado la ropa mientras planchaba. Por su reacción me di cuenta de que intuyó lo que de verdad había sucedido, que según me enteré más tarde, el asqueroso cura, escudado por  el miedo al que dirán de la gente y también parapetado tras su condición de poder, abusaba de las chiquillas. ¡Mal rayo lo parta!
Don Rafael estaba indignado y me llevó a su casa que estaba muy cerca. Allí vivía con su mujer, doña Rosario. Hablaron  bajito un rato, luego ella me trajo un vaso de agua y me intentó sonsacar hasta donde había llegado el abuso, pero yo seguía siendo incapaz de relatar lo sucedido, tenía miedo, así qué excusé mi llanto diciendo que me había quedado sin trabajo y que nos hacía falta en casa. Tenía claro que ni obligada volvería a  trabajar para don Fermín.
Volvieron a hablar entre ellos sin que yo los pudiera oír y finalmente me dijeron que llevaban un tiempo pensando en contratar a alguna muchacha para que ayudara a doña Rosario, que por la artritis cada vez podía hacer menos. Así que me ofrecieron el trabajo, mucho no me iban a poder pagar, pero yo  acepté encantada sin pensarlo ni un segundo.
Al llegar a casa le conté a padre la misma versión de la ropa quemada y que por suerte el maestro me había hablado para que trabajara en su casa; le pareció bien.
Don Rafael era un cascarrabias al que enseguida se le cogía cariño,  en el fondo era un trozo de pan y su mujer, doña Rosario, también era una persona buena.
Aquella noche apenas dormí, me venía a la memoria lo sucedido y hasta podía oler todavía el estropicio que le hice al malnacido del cura, pero me juré que no me permitiría el sometimiento al que parecíamos destinadas algunas mujeres, no señor, así tuviera que incendiar lo que fuera.
Al día siguiente tenía que empezar mi nuevo trabajo, pero madrugué más de la cuenta y con la intención de calmar mis nervios salí con tiempo de sobra para caminar un rato.
No sé que aire me dio, pero mis pasos me condujeron a la iglesia y no pude evitar entrar; como era bien temprano no había nadie, bueno nadie excepto el cura, que al verme se quedó blanco y se metió rápidamente en el confesionario.
Me di cuenta de que no llevaba puesto el pantalón baja la sotana , seguiría escaldado por la cercanía del mechero y sus flacos tobillos me recordaron a las patas de una gallina, perdón a las gallinas. Ridículo, lucía ridículo.
Seguía como en trance y sin pensarlo me arrodillé junto al confesionario y le pedí confesión, él con apenas un hilo de voz me dijo que empezara, seguramente esperando mi arrepentimiento, cuando empecé a vomitar palabras que parecían salir de otra garganta. El caso es que le pedí que me confesaba porque tenía un deseo irrefrenable de pegarle fuego a un mal hombre que había intentado deshonrarme, que no podía sacarme la idea de la cabeza, que me imaginaba su cuerpo ardiendo y el placer me corría por las venas, que una voz me empujaba a hacerlo y aunque ahora le pedía la absolución sabía que más pronto que tarde terminaría por hacerlo. Y lo haría con mucho gusto.
El no quiso seguir escuchando y  me despidió con unas palabras en latín, poco me importó lo que dijo, lo importante es que había plantado la semilla y tendría paciencia para verla crecer, así  que me incorporé despacio, muy despacio, para que pudiera ver la llama del mechero que brillaba en mi mano.
Salí de la iglesia con una paz.... va a ser verdad  eso de que confesarse libera  y me dirigí feliz a mi nuevo trabajo.
¡Y chiquilla cierra la boca qué te entran moscas!
-Es qué me has dejado muerta abuela, eres tremenda, deseosa estoy de ver que pasó con el cura.
-Mañana seguimos que está haciendo fresco, pero antes de ir a casa pasamos por la dulcería  y nos comemos unos dulcitos.
-Cualquiera te dice que no.

Continuará.



2 comentarios:

  1. Interesante relato, deseando que llegue el cuarto capítulo. Gracias amiga

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  2. Con que a una sola persona le puedan entretener mis palabras vale la pena seguir.
    Gracias por tu visita, te espero en la próxima entrega.

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