Después del engorro de entierro intenté recobrar mi rutina lo antes posible. Había representado el papel de viuda doliente a la perfección ante los demás y estaba ansiosa por centrarme, por fin, en el plan ideado tiempo atrás.
Luz lloraba la muerte de su padre cada dos por tres y a mí me exasperaba.
Un día cansada de sus lloriqueos le dije que llorar a su padre no le iba a devolver la vida. Ella, con sus recién estrenados cinco años me dijo que no entendía por qué había tenido que pasar aquello; bueno, pensé, ya es hora de que empiece a enseñar a esta mocosa.
Y decidida le repliqué que si no hubiera insistido en salir ese día con las bicicletas igual su padre no hubiera sufrido aquel ataque al corazón.
Se le enturbió la mirada, como si algo se le hubiera quebrado por dentro. Aprovechando lo indefensa que estaba le espeté enfadada: "Seguro que hubieras preferido que fuera yo la muerta y tener a tu papaíto mimándote tontamente".
No hizo falta que me contestara, sabía la respuesta.
Volvió a su mutismo durante semanas, eso sí, por lo menos delante de mí no volvió a llorar la muerte de su padre.
Seguía llevando un diario donde apuntaba con detalle las reacciones de Luz ante mis provocaciones, aunque la verdad, no conseguía las reacciones esperadas. Aquella niña parecía que no tenía sangre, se replegaba en sí misma antes mis intentos por sacar la parte mala que tenía que llevar dentro.
Pero continuamente me decepcionaba.
Iba a un colegio privado para gente con muchos posibles, pero eso no quitaba que llegara con algún chichón, algún morado en su piel blanca, sin el material escolar que le solían robar.
Los niños, da igual el estrato económico del que procesan, son niños. Saben identificar al débil y lo convierten en la víctima perfecta. Así Luz, tan inocente, tan ilusa, era el blanco perfecto para el resto de compañeros.
Harta de tanta tontería me propuse enseñarla a que se defendiera, cansada de decirle que fuera ella la primera en golpear sin resultado alguno.
Se acercaba su sexto cumpleaños y me suplicó que le regalara una cría de gato.
Yo odiaba los gatos, sentía una aversión tal que se me encendía el impulso asesino cuando tenía a alguno cerca, era superior a mis fuerzas. Esa fobia también me alteraba físicamente, me producía taquicardia, sudoración.....
El día de su cumpleaños la sorprendí con un gato de apenas unos días, era tan pequeño que ni maullaba, me tragué mi malestar al saber que bajo mi mismo techo habitaba el maldito felino. Tuve que tomar ansiolíticos para soportarlo, pero...¿no se dice que una madre es capaz de cualquier cosa por sus hijos?
Dejé pasar unos pocos días, no aguantaba más tiempo la presencia del maldito animal y le propuse a Luz un juego.
Le dije que subiera al balcón y tirara al gato prometiéndole que yo lo recogería. No le iba a pasar nada malo y además, a los gatos pequeños había que ir enseñándolos y este tipo de ejercicio les venía bien para que perfeccionaran sus reflejos. Mis argumentos convencieron a su alma ingenia, aunque me hizo jurar y perjurar que tendría mucho cuidado. Le juré por la memoria de su padre que no le pasaría nada.
Por supuesto dejé que el gato se estrellara contra el suelo bajo la mirada aterrada de Luz.
Bajó lívida, sin reaccionar.
Le dije que el verdadero regalo de cumpleaños era la lección que le acababa de enseñar, que no se podía fiar en la vida de nadie, ni de su madre. Que ya me lo sabría agradecer cuando lo comprendiera.
A partir de esa noche empezó a orinarse en la cama.
Yo esperaba que cambiara, que le hubiera servido la experiencia, pero en vano.
Seguía siendo la misma estúpida inocente.
Se fue replegando cada vez más dentro de sí misma, se parapetaba dentro de su mundo interior y no dejaba ni un resquicio abierto para que yo me asomara.
Era decepcionante, ¿por qué me había tocado esa hija? Pero no estaba dispuesta a tirar la toalla. Se estableció una especie de lucha muda entre las dos. Ya se vería quien ganaba.
Con ocho años empezó a relacionarse mucho con otra niña de su clase, se sentaban juntas, me pedía que la dejara ir a su casa a hacer la tarea y a jugar.
Pensé que eso me podría venir bien.
Jacke se llamaba la nueva amiga de Luz, una niña de su misma edad.
Era todo lo contrario a mi hija, resuelta, revoltosa, inquieta, decidida..... Yo le miraba la pecosa cara pensando cual diferente serían las cosas si ella hubiera sido mi hija.
Ese hecho no lo podía cambiar, pero algo encontraría que me permitiera cambiar el curso de aquella empalagosa amistad.
Continuará.
Pero qué mala es esa mujer!!! Me recuerda a alguien la nueva amiga de la niña 🤔🤔😘😘😘😘😘
ResponderEliminarMala malísima!
ResponderEliminarSi, les cojo el nombre prestado a "mis niñas", un giño que me gusta por el cariño al recordarlas.