Dalia y yo entramos en la adolescencia cambiando los tirones de pelo y las patadas por los besos.
Llegado el momento de decidirnos con los estudios, me matriculé en Ingeniería Agrónoma. El tiempo invertido en los juegos infantiles buscando el tesoro me dejaron una profunda querencia por la tierra.
A Dalia lo que le gustaba realmente era estar entre fogones, pero presionada por la familia comenzaría la carrera de Derecho.
Dalia tuvo que irse a otra provincia a realizar sus estudios y me sentí como huérfano. Además tenía miedo de que ella se enamorara de otro con más mundo que yo. Mi madre, que seguía según ella hablando con el espíritu de su abuela Julia, me dijo que no me preocupara, que mi bisabuela le había dicho que el alma de Dalia y la mía estaban destinadas a estar juntas.
A pesar de los ingresos familiares estudiar una carrera no era barato, por lo que me tuve que esforzar sacando notas altas para obtener una buena beca.
Entre que Dalia estaba lejos y me tenía que pasar horas y horas estudiando, rezongaba a menudo y mi abuelo me decía que no me quejara, que era más satisfactorio conseguir las cosas por uno mismo sin que nadie nos lo regalara.
Lo entendía, claro, pero pensaba que muchos jóvenes de mi edad estarían disfrutando de la vida sin la esclavitud de los estudios y con sus chicas al lado.
El primer año se hizo largo, eterno, pero conseguí unas notas inmejorables que me animaron a seguir estudiando lo que me gustaba, mientras mantenía la necesaria beca.
Dalia no corrió la misma suerte, se ahogaba estudiando una carrera que no le gustaba. Comenzó a tener ataques de ansiedad que nos ocultó a todos, hasta que por fin juntó el valor necesario para plantarse delante de su familia y notificarles que dejaba Derecho. Les mostró los partes médicos que había ocultado por no preocuparlos, donde se detallaban además de esos ataques de ansiedad una incipiente depresión.
Estaba demasiado delgada, ojerosa. No hacía falta ser muy listo para ver que no era feliz.
A la familia le disgustó que no siguiera con la carrera, pero pesaba más la salud de su hija y su bienestar.
Le dijeron que si su deseo era ser chef, se matriculara donde fuera necesario y obtuviera por lo menos un título que le cubriera las espaldas en el futuro.
Por suerte, Dalia podía hacer tales estudios sin tener que irse fuera. Miel sobre hojuelas.
A veces nos cuadraba estudiar juntos, cada uno centrado en lo suyo sin interferencias. Nos bastaba compartir el aire.
El tiempo, lo que tiene, siguió con sus pasos incansables.
Yo casi terminada la carrera tenía un trabajo asegurado y planeaba un futuro junto a Dalia.
La finca era lo suficientemente grande para que construyéramos una casa anexa a la familiar, nos daría intimidad sin apartarnos de ellos. No podía imaginar mi vida lejos del abuelo.
Cada uno orbitaba en su propio mundo: mi madre que invertía casi todo lo que ganaba con el diseño gráfico en óleos, telas, bastidores.... Nunca se volvió a enamorar, pero no parecía importarle feliz de poder hacer lo que le gustaba. La abuela Violeta seguía con sus mermeladas y el abuelo.... cavando sobre lo cavado.
Yo adoraba al abuelo, por eso cuando comprendí que había dedicado su vida a buscar un tesoro que no existía, seguí fingiendo ante él y a ratos cogía la pala para ayudarlo en su desquiciada quimera.
Mi abuela y mi madre a veces hablaban del tema y llegaban a la misma conclusión: mientras no le diera por tirar piedras....
Lo que era inalterable para nuestra familia, incorporada Dalia como un miembro más, eran los buenos ratos que pasábamos juntos al calor de la cocina de la abuela.
Disfrutábamos esos momentos aparcando los anhelos individuales. Cada loco con su tema.
Continuará.
El mayor tesoro es la familia y permanecer juntos... Bonita historia 😘😘
ResponderEliminarBuen resumen Astrid, de todos modos vamos a ver que nos guarda el último capítulo.
ResponderEliminarUn beso amiga.