De los seis a los siete años viví atormentado pensando que era "maricón". Además de no querer defraudar a mi padre, los niños en el colegio empleaban a veces la palabra maldita y nunca con un cariz amable. Tenía que guardar mi secreto.
Creo que ya dije que en la casa que colindaba con la nuestra no vivía nadie, pero empezaron movimientos de camiones con muebles.
La inminente mudanza me hacía desear que viviera una familia con un niño de mi edad que quisiera ser mi amigo y que tuviera un perro.
Me subía a un árbol espiando el desembarco de cajas y muebles, hasta que un par de días después llegaron los nuevos vecinos.
Era una pareja con tres hijas, me decepcionó que no hubiera ningún niño, pero por lo menos sí que tenían un perro al que oí ladrar.
Yo seguía espiando desde lo algo de mi árbol el considerable trajín, cuando al otro lado de la valla me vio una niña que debía tener mi misma edad.
-Oye, a ver si te vas a caer. ¿Por qué no vienes y nos vamos conociendo? Ahora somos vecinos.
Esa era Luna, siempre tan directa.
No sé por qué, pero me inspiró confianza desde el primer momento y salté el muro.
-Hola, soy Julio y tengo siete años.
-Mira, igual que yo, soy Luna.
-¿Tienes perro?
-Sí, espera que está dentro, lo voy a buscar y lo conoces, se llama Cupido.
Cuando apareció con el animal me sorprendió lo mucho que se parecía a Brutus, el mismo tamaño, la misma raza incierta.
-¿Lo puedo acariciar?
-Si él quiere sí.
El animal pareció entender mis ganas de tocarlo y después de olerme se tumbó a mis pies. Al sentir su pelaje, mis dedos recobraron la memoria y me pareció estar acariciando a Brutus.
No sé que dique de contención de derrumbó, pero las lágrimas hasta ese momento ocultas se empeñaron en saltar de mis ojos. Como en una hemorragia no las pude detener.
Luna fue paciente y simplemente dejó que me desahogara. Cuando recuperé el habla volví a sorprenderme al escuchar mis palabras, que independientes como las lágrimas, se empeñaron en salir sin que yo les diera permiso.
-Qué rollo, ahora que me has visto llorar ya sabes que soy maricón. Mi padre dice que los hombres que lloran son maricones.
-Fuerte tontería, anda que no he visto llorar a mi padre un montón de veces. Tu padre está equivocado. ¿Siempre te crees todo lo qué te dice? Anda, cierra los ojos que te voy a explicar algo y mejor si no me ves.
Hablaba Luna con tanto aplomo que ni dudé en cerrar los ojos.
Lo siguiente que vino fue un inesperado beso en la boca, convirtiendo a mi corazón en una pelota saltarina.
-¿Qué, te dio asco?
-No, me gustó.
-Pues entonces no eres homosexual. Por cierto, la palabra maricón es muy fea. No deberías utilizarla.
Me está entrando un hambre... y con este lío seguro que todavía no hay nada en la nevera.
¿Y si vamos a tu casa y nos hacemos un bocadillo o pillamos unas galletas?
-Vale.
Mi cabeza estaba llena de preguntas, ¿mi padre se podía equivocar, por qué lloraba el padre de Luna, si hubiera sido maricón, perdón, homosexual, me hubiera querido como amigo Luna...? Ya tendría tiempo de desgranar las dudas, de momento, le pensaba ofrecer a Luna mis galletas preferidas.
Aquella situación que ahora me parece surrealista, fue el primer eslabón que me unió a Luna, la niña que sin saberlo me rescató de lo que ahora entiendo era un principio de depresión.
Y además, su perro también quería ser mi amigo.
El peso que durante un año me atormentó se fue. Nunca lo dejé volver.
Continuará.
Preciosa manera de conocerse y desde luego hubo una conexión enorme entre ambos..me gusta amiga. Un fuerte abrazo 😘😘
ResponderEliminarA mí me gusta como te metes en mis historias. Gracias Astrid.
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