jueves, 25 de julio de 2024

Bajo la jacaranda púrpura. Capítulo III.

 Con puntualidad británica llegué a lo que sería mi primer día de trabajo. 
Cristóbal me recibió y me explicó cual sería mi función. En aquella casa que era enorme, debía haber cientos de documentos de la época de su bisabuelo sin inventariar. Al parecer entre la familia, sus negocios y su carrera literaria, poco tiempo le quedaba para dedicarse al papeleo. La tarea pendiente había pasado de una generación a otra con el mismo resultado, nadie pareció tener tiempo para meter las narices en polvorientos papeles de más de cien años de antigüedad.
Cristóbal me dijo que dada la fama de su bisabuelo, no le parecía bien que cualquier documento terminara mercadeado y vendido al mejor postor, que bastante era ya que su vivienda terminara convertida en casa-museo. Una cosa era compartir parte de la historia y otra preservar la intimidad familiar.
Me enseñó la casa: salón inmenso, muchas habitaciones... Conservaba las escaleras de madera y el suelo ajedrezado. Yo luchaba por mantener la boca cerrada, hipnotizada ante la belleza de aquellas antigüedades que me transportaban en el tiempo. No quise parecer una friki, pero lo que me pedía el cuerpo era acariciar con mis manos aquellos muebles robustos, los escritorios antiguos con tantos cajones que podían cobijar infinidad de secretos, las teclas del piano..., todo, todo me extasiaba, hasta que descubría algo que lo superaba. Si el día anterior me había sorprendido la pantalla de lágrimas de la entrada, cuando vi la del salón principal casi me caigo de culo. Finalicé el "tour" poniendo mis pies en el jardín y entendí lo que significa el "síndrome de Stendhal". 
Ciertamente era más grande de lo habitual, con las columnas de madera que sostenían el colgadizo del mismo material, bancos de piedra, helechos gigantes, plantas y flores llenaban de vida aquel espacio, pero cuando vi el árbol, la jacaranda que había dado título a la obra más célebre del primer Cristóbal Figueroa, una taquicardia acompañada de una flojera de piernas me obligó a sentarme, a sentarme bajo el mítico árbol.
Cristóbal me ofreció un vaso del agua destilada y fresquita de la pila y esperó un par de minutos hasta que conseguí reponerme.
-No puede ser el mismo árbol, le dije, y él me sacó de dudas explicándome que aunque lo normal es que ese tipo de árboles viva 100 años, ese los sobrepasaba con creces. Era el famoso árbol.
Miré hacia arriba empapando mi mirada con aquellas flores malva, mi color preferido. Vi como una caía justamente sobre mi pecho izquierdo. ¿Me la puedo quedar? le pregunté como si de un diamante se tratara. -Sí, quédatela, Antonia hubiera dicho que el árbol te ha elegido-.
A pesar de lo turbada que seguía estando, me di cuenta de que Cristóbal me había tuteado y decidí responder de la misma manera. 
-Perdona por el vahído, supongo que como no desayuné por los nervios, mi cuerpo me ha dado un toque de atención.
-Lo entiendo, pasa a la cocina para que comas algo y nos ponemos manos a la obra, no podemos perder tiempo.
Mientras tomaba un vaso de leche con unas magdalenas pensé que aquel hombre me desconcertaba; intuía que algo lo atormentaba y se empeñaba en mostrar sus aristas. ¿Conseguiría yo que me mostrara su lado sensible?
No había terminado con el desayuno improvisado cuando me hizo pasar a una de las habitaciones para comenzar a estudiar las cajas llenas de papeles que nos esperaban. 
De refilón me fijé en una fotografía enmarcada que colgaba sobre la pared. No me lo podía creer, aparecían Cristóbal el escritor junto a Galdós y al poeta Tomás Morales, sentados bajo el mítico árbol. ¡Minutos antes había posado mi culo en el mismo asiento! 
No me permití levitar obligándome a meter mis narices entre aquellos papeles que olían a humedad, a polvo, a historia.
Mientras pensaba en la flor púrpura como en un tesoro, volví a preguntarme ¿Quién sería la tal Antonia?

Continuará.  

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