jueves, 25 de julio de 2024

Bajo la jacaranda púrpura. Capítulo IV.

Nota: Ir a capítulo anterior.

 Cuando llegué a mi casa busqué en internet como secar aquella flor, quería plastificarla y llevarla siempre conmigo. Nunca había sido dada a amuletos, pero el cuerpo me pedía considerar aquella flor como tal.
Los días posteriores volaron, y aunque lo más que aparecían eran papeles relacionados con el inicio del negocio de las plataneras por parte del primer Cristóbal, saber que mis manos tocaban algo que había pasado por las del escritor que tanto admiraba, era más que suficiente para ahuyentar el aburrimiento.
También aparecieron programas culturales que tenían valor histórico, sobre todo del Gabinete Literario de Las Palmas. Esa documentación se escaneaba para que figuraran en la futura casa-museo. Al parecer Cristóbal el escritor junto a su esposa Celia participaban activamente en las actividades culturales de la época.
Mi relación con el Cristóbal actual se fue afianzando. Aunque él se empeñara en mostrar su lado áspero, yo sabía que sólo era fachada. 
A veces por no estar encerrados, situábamos una mesa plegable delante del famoso árbol y nos sentábamos en aquel banco de piedra que había acogido a tantos culos ilustres. Un par de veces por semana venía un jardinero, así se mantenía en todo su esplendor aquel maravilloso patio.
Poco a poco Cristóbal me fue desgranando la historia familia, así supe que en aquella casa vivieron Cristóbal, Celia y Antonia. Antonia había vivido desde pequeña con Celia. Hija de una mujer que había servido toda la vida en casa de los padres de Celia, fue tomada como acompañante de la entonces niña Celia. Su madre había accedido con una condición: que enseñaran a su hija a leer y escribir. Y aunque lo esperado era que se marcaran claramente las diferencias sociales, las dos niñas se quisieron y se consideraron amigas toda la vida. 
Cuando Cristóbal le pidió matrimonio a Celia, ella accedió con dos condiciones: que Antonia viviera con ellos y que se plantara una jacaranda en el jardín. 
Cristóbal que daba la vida por Celia, hizo traer una jacaranda ya crecida, para que su amada no tuviera que esperar y pudiera disfrutar de su árbol preferido desde el minuto uno. Contra todo pronóstico enraizó y creció convirtiéndose en el alma de aquel patio. 
Aunque no consideraban como empleada a Antonia le pusieron un sueldo y ella por no pasar por desagradecida y porque era un reguilete, se autoimpuso el cuidado del jardín, la cocina y hacer que le bajaran las lámparas de lágrimas para limpiar sus cristales uno a uno cada dos semanas.
Pronto se cansaron Celia y Cristóbal de recordarle a Antonia que no la habían traído para aquellos trabajos, que mejor se considerara dama de compañía. Aquella mujer tan menuda y coja por más señas era un verdadero torbellino.
Aluciné cuando el actual Cristóbal me dijo que la había conocido y tratado cuando niño, y aunque no se sabía con exactitud la edad que tenía, murió con más de cien años. Cuando me enseñó una foto que llevaba en la cartera, deduje que debía apreciarla de verdad, y que curiosamente aquella mujer tenía las mismas paletas separadas que mi jefe. ¿Casualidad? Podía ser, pero mi mente dada a elucubraciones pintorescas tiró por otros derroteros.
Allí había gato encerrado.

Continuará. 


2 comentarios:

  1. Super interesante me está pareciendo este relato, además muy buena descripción de los lugares, tal es así que yo me he sentado también bajo el árbol...me encanta está historia. Un súper abrazo amiga 😘😘

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  2. Qué bueno Astrid, que disfrutes así del relato es una gozada.
    Y feliz cumpleaños amiga.
    Besos por partida doble.

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