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Antonia.
Ayer me quedé con ganas de seguir escribiendo, así que aprovecho un ratito hasta que mis ojos y mis manos deformadas me dejen.
No me acuerdo si dije que ya cumplí los noventa años, mi cuerpo no se quiere morir, aunque a veces mi corazón se queja, tanto tiempo da para muchas lágrimas lloradas o a la fuerza tragadas. Las últimas son las peores.
Cristóbal el chico nunca dio problemas, desde niño se le veía con fundamento, parecía que había nacido viejo. Fue creciendo con buen tino para los números y le gustaba el negocio familiar.
Su padre lo animó a hacer los estudios que quisiera, pero él se empeñó en hacer cosas de contabilidad que le sirvieran para llevar la empresa de exportación. Era casi un chiquillo cuando se ennovió con María del Pino, la hija de unos amigos de Cristóbal y de mi Celia. No pensamos que siendo tan jóvenes aquello tirara pa´lante, pero el paso de los años los unió aún más. La muchacha estaba estudiando para ser maestra de escuela y Cristóbal el chico se preparaba para entrar en el negocio del padre. En cuanto terminaron pusieron fecha para su boda.
Cristóbal le propuso quedarse en la casa, sitio había de sobra, pero ya se sabe, el casado casa quiere y recibieron como regalo de boda una casa en Vegueta, cerquita de la nuestra.
Eso nos consoló a mi Celia y a mí, que llevábamos regulero eso de que el niño se nos fuera, pero era ley de vida. Mi Celia no entendía que la novia quisiera trabajar una vez casados, decía que no lo necesitaban, pero yo intentaba que entendiera que el mundo estaba cambiando y que ya era hora de que a las mujeres nos sacaran de la jaula.
Una vez casado Cristóbal el chico pasaba por la casa familiar todos los días, tenía buen ojo con los negocios y se dejaba guiar por la experiencia del padre. Se le veía contento con su María del Pino, todo era bueno.
Por aquellos días mi Celia comenzó a sangrar mucho por sus partes, los médicos dijeron que se acercaba a la menopausia -chiquita palabrota- y que se le iría pasando, que eran desarreglos normales, pero se le iba yendo la vida poco a poco. Los especialistas decían que por sus sangrados arrastraba anemia y le mandaban vitaminas y poco más. Mis entrañas me decían que aquello no era normal por mucho que dijeran lo contrario los médicos. Mi pobre Celia se encontraba tan floja que la tenía que obligar a salir de la cama y nos sentábamos en el patio a hablar de nuestras cosas. Yo la abrigaba aunque hiciera calor, que la pobre estaba siempre con frío. Ella no se cansaba de agradecerme el hijo que le di, parecía que se olía que no le quedaba mucho. Cuando Cristóbal el grande llegaba del trabajo nos acompañaba y hablábamos los tres durante horas.
La pobre no duró ni un año, se ve que lo que tenía era malo. A día de hoy me sigo preguntando si los médicos no pudieron hacer más. Con la de adelantos que ya teníamos, no se molestaban en estudiar más sobre nuestras "cosas de mujeres".
Al llegar a casa el día que la enterramos, el techo se nos cayó encima. Esa noche Cristóbal el grande se metió en mi cuarto, llorando me dijo que no iba a saber vivir sin Celia. Yo lo invité a meterse en mi cama y no hizo falta explicarle que lo único que compartiríamos serían las lágrimas de dos amigos que habían perdido a lo que más querían.
Gracias que Dios quita con una mano y da con la otra, porque la magua de Cristóbal y la mía era tan grande que nos estábamos convirtiendo en muertos en vida.
La buena nueva de que Cristóbal el chico y María del Pino iban a ser padres, nos hizo ver que la vida seguía.
Y nosotros con ella, por mucho que siguiéramos llorando a nuestra Celia.
Continuará.
Uff que triste y que mal lo habrá pasado la pobre Antonia al desprenderse de su hijo, cuánto amor por su Celia y que pena que se fuera, la vida a veces que nos trata con dureza....me gusta mucho esta historia pq me produce diferentes sentimientos. Besos amiga
ResponderEliminarEs un lujo ver como vives la historia.
ResponderEliminarUn placer tenerte como lectora.
Abrazos amiga.