jueves, 3 de octubre de 2024

Bajo la jacaranda púrpura. Capítulo XXIV.

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Cuando se leyó el testamento de Cristóbal el grande, no me sorprendió que me hubiera tenido en cuenta. Yo sabía que no me dejaría desamparada, pero tampoco esperaba tanto. Aparte de una cartilla donde mensualmente se me ingresarían unas buenas perras, dejó la orden de que mientras yo viviera, la casa no se pudiera vender y que se contratara al personal necesario para que yo estuviera atendida en los años que me quedaran. 
Les dije a Cristobín y a Luz que mientras me valiera por mí misma, no hacía falta que estuvieran gastando para que me cuidaran. Pero se empeñaron en que alguien se tenía que ocupar de las cosas de la casa y yo ya no tenía edad para estar subiéndome a ninguna escalera para limpiar las lámparas. Yo sabía que no querían que estuviera sola todo el día, y aún reconociendo que ya era vieja, me dolió que me negaran la limpieza de aquellas lámparas que siempre había mantenido tan bonitas. Me consolé pensando que cuando ellos no estuvieran cogería la escoba y por lo menos dejaría limpitito el patio. 
Del dinero que me  ingresaban cada mes, apenas sacaba un pizco para comprar los puros que Cristóbal el grande fumaba en vida.  Por las noches en mi habitación encendía uno, el olor de Cristóbal me hacía compañía.
No imaginé nunca lo que iba a echar de menos a Cristóbal el grande, con los años nos habíamos convertido en compañeros de vida y aunque Cristobín y Luz estaban pendientes de mí, tenía ganas de irme con los que ya no estaban.
Me fui dando cuenta de que con los muchos años que ya tenía, se me mezclaban los Cristóbal en la cabeza, hablaba más con mis muertos que con los vivos. Pero todavía había un Cristóbal niño al que podía ayudar. Me costaba dios y ayuda colocarlo por orden de nacimiento: era mi bisnieto y a veces se me nublaba la razón y me daban ganas de decírselo, pero me las aguantaba. Aunque algo le llegué a decir enredada ya con los agujeros de mi memoria.
Aún con todo pude ver en ese niño que era diferente. Lo veía tan sensible que me daba pena por lo que le tocaría sufrir. Y aunque no le supiera poner nombre ya desde bien chico vi que no le iban a gustar las mujeres, no sé por qué lo sabía, pero lo sabía.  Por suerte el mundo estaba cambiando también en esas cosas y deseaba que no lo tuviera tan difícil. Yo sabía bien que mis gustos no habrían sido tenidos por normales, pero me salvó de la locura el amor de la familia que me quiso como a uno de ellos. Pobrecito mi niño, yo no iba a poder vivir tanto para curarle las heridas. 
Pero por muy confusa que estuviera, supe ver que era el único que, como el bisabuelo, tenía tinta en las venas. Escribía desde bien chico unos cuentos preciosos que me regalaba y yo guardaba como oro en paño. Escribe mi niño, escribe, le decía y le daba dinero para que comprara las libretas más bonitas que vendieran. 
Ojalá le espere una buena vida, ojalá me reencuentre pronto con mis muertos, ojalá a dónde quiera que uno vaya cuando se muera haya una jacaranda púrpura con un banco debajo y nos sentemos mi Celia, Cristóbal el chico, el padre y yo.

Continuará. 

2 comentarios:

  1. Pero qué bonita historia!! Me tiene cautivada. Gracias amiga por compartir y escribir estas historias que me encantan ...un fuerte abrazo

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  2. Gracias a ti por hacer que valga la pena.
    Besos amiga.

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