Sergio y yo con el paso del tiempo pasamos de amigos a pareja. Simplemente sucedió, con toda la naturalidad del mundo admitimos que no era solo la informática lo que nos unía.
Más o menos al mismo tiempo mi amiga Lucía comenzó a salir con Manu, un malagueño que se había mudado al norte con deseos de prosperar. Manu era ese tipo de personas que sin esforzarse caía bien, su acento y su gracia andaluza eran un añadido que nos encantaba. Era un manitas y después de reunir como una hormiguita el dinero para montar un negocio, abrió su taller de motos.
Los cuatro solíamos quedar. Siendo tan diferentes, Sergio y Manu encajaron bien y a Lucía y a mí nos encantaba poder compartir tiempo con nuestras parejas y disfrutar del buen rollo que sentíamos.
A Sergio y a mí apenas nos quedaba un curso para terminar nuestras carreras y algo me comenzó a preocupar, mi madre parecía cada vez más cansada y aunque no se quejaba, yo me daba cuenta de que le costaba seguir el ritmo de trabajo que la mantenía todo el día activa.
Le dije que dejara por lo menos uno de los trabajos, que yo buscaría algo aunque fuera sirviendo copas los fines de semana. Pero no hubo manera de convencerla, decía que la única herencia que me podía dejar eran mis estudios y que no me preocupara, que me dedicara a lo mío: estudiar. Luego sacaba su lado payaso y me amenazaba muerta de risa: "cuando estés podrida de dinero, me cubres de joyas o hago público que cuando eras pequeña te gustaba comerte los mocos".
Esa anécdota infantil siempre me hacía reír y sabía que lo relacionado con mis estudios era sagrado para ella aunque se tuviera que deslomar trabajando.
Por entonces Sergio y yo ya hacíamos prácticas en algunas empresas y a nivel personal la gente nos pedía que les echáramos un vistazo a sus ordenadores cuando algo les fallaba. No era como ahora, que encuentras en internet un tutorial para cualquier cosa.
Y por ahí empecé a ganar algo de dinero que intentaba, sin éxito, que mi madre cogiera. Su argumento era que si cubría con ese dinero mis gastos de los fines de semana, eso que ella se ahorraba. Tenía razón, pero estaba deseando ganar dinero de verdad para darle la vida cómoda que no tuvo nunca.
Sergio y yo hacíamos planes de futuro, sabíamos que íbamos a terminar la carrera con trabajo asegurado. Nos planteábamos alquilar en principio algo pequeño y vivir juntos, trabajar desde casa siempre que pudiéramos y reunir para viajar. El sabía que mi primer afán era ayudar económicamente a mi madre, pero calculando el dinero que pensábamos ganar, daba para todo.
Con su mente matemática, Sergio había trazado un plan dentro de su cabeza, lo quería todo conmigo y eso incluía tener hijos sobre la treintena. Para entonces y según sus cálculos viviríamos desahogados en el aspecto material y tendríamos buenas edades para convertirnos en padres.
Yo nunca le había hablado de mi deseo cero de ser madre, lo había considerado, pero pensé que ya llegaría el momento adecuado en el que trataríamos el tema.
Y así fue, en principio él se sorprendió ante mi determinación, no se lo esperaba, pero como siempre racionalizó concluyendo que yo a los treinta años, viendo a las mujeres de mi misma edad convertidas en madres y con la cuenta atrás del reloj biológico en marcha, cambiaría de idea.
Le insistí, eso no iba a pasar, y lo tenía tan claro que le pedí que lo pensara bien, si quería ser padre mejor que no siguiéramos la relación. Me partiría el corazón, pero él no se merecía renunciar a su deseo.
Convencido de que yo cambiaría de opinión cuando entrara en la treintena, decidió que quería seguir conmigo.
Yo no lo obligué, así lo quiso.
Continuará.
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