En el capítulo anterior ya dije que mi cuerpo me incomodaba y siendo tan alto desde la adolescencia, terminó siendo una costumbre familiar que cuando alguien no llegaba a algún sitio alto me llamara para coger lo que fuera.
Un sábado estando en la farmacia, mi madre me llamó para que le alcanzara un bote que estaba en la última estantería. Mis padres habían logrado una colección de botes antiguos preciosos, los que se veían en las farmacias del siglo pasado. Eran blancos con una cenefa dorada y dentro de ella, unas hojas verdes y rojas, y por supuesto el nombre del contenido. Una preciosidad.
Y como por entonces mi cabeza iba en una dirección y mi cuerpo en otra, al estirar el brazo no controlé el movimiento y con el codo tiré al suelo uno de aquellos botes. Hoj. Beleño, nunca olvidaré esas palabras pintadas a mano con tinta dorada. Se rompió en pedazos grandes; me dio rabia mi torpeza y me dio pena ser el causante de lo que me pareció un estropicio, no pudiendo evitar que mis ojos se mojaran.
Mi madre recitó lo que siempre decía cuando en casa se rompía accidentalmente algo de la vajilla: "yo no parí platos ni vasos", Pedrín solícito se apresuró a recoger aquellos pedazos, mi padre me pasó el brazo por el hombro entiendo mi tristeza y Celeste como siempre puso la guinda al pastel: "pocas cosas rompes siendo como una jirafa".
Al rato Pedrín me llamó a la rebotica, había pegado el bote y sobresalían los rotos como cicatrices.
-Mira Marcos, ya sé que no es lo mismo pero pueden pasar dos cosas: una es que cada vez que veas el bote "escoñao" recuerdes el momento en que se rompió y vuelvas a sentir pena, en ese caso te aconsejo que lo tires, muerto el perro murió la rabia, y lo otro que puede suceder es que descubras la perfección de la imperfección.
A mis quince años no entendí la segunda parte de lo explicado por Pedrín y le pedí que lo tirara a la basura. A día de hoy me sigo preguntando de donde sacaba aquel hombre la inteligencia emocional que tan generosamente compartía. Lo que podía pasar por una simple anécdota terminó convirtiéndose en una enseñanza para mí pasados los años, pero seguiré con el orden cronológico de este relato.
Para mí el primer año de instituto fue de adaptación, ya sabemos todos que no me gustan los cambios, pero el curso pasó. Mientras, Celeste se apoyaba en mí para los estudios y seguía en el conservatorio recorriendo el camino que se había propuesto. Adamma seguía provocándome los mismos sentimientos, no podía sacármela ni de la cabeza ni del corazón, no me explicaba que estuviera enganchado emocionalmente a ella siendo tan diferente a mí. Era un desastre, a veces llevaba calcetines diferentes, o se olvidaba el desayuno, la tarea... Comenzaba clases extraescolares de cualquier cosa y las dejaba a los pocos meses. A mí me parecía que vivía en un caos total.
Pasamos a segundo de bachiller y seguí creciendo, ya rondaba el metro ochenta. Mi estatura junto a mi ceja partida se convirtió en un atractivo para algunas chicas que me bailaban el agua. Había una en especial que no se cortaba y coqueteaba sin cortarse, cuando un día me pasó el dedo por la cicatriz de la ceja Adamma saltó como una leona. "Oye, esa cicatriz me la debe a mí, es mía".
Yo en general a las chicas no las entendía, pero no pude evitarme la pregunta: ¿Adamma está celosa?
Continuará.
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