Ir a capítulo anterior.
Una noche los gritos que traspasaron la habitación de mis padres me dieron tanto miedo, que abrí el diario sin estrenar por mantener mi mente y mis oídos lejos de los chillidos paternos.
A priori no tenía ninguna idea sobre lo que escribir y de mi mano fue surgiendo una especie de cuento. En él había un hombre malo que terminó de martirizar a sus víctimas cuando una niña le rebañó el cuello con un gran cuchillo. Sentí una especie de alivio al terminar mi primer relato, tenía razón mi madre, al estar distraída mis oídos habían dejado de ejercer su función, pero pensar que el diario, por lo que fuera, pudiera terminar bajo la oscura mirada de mi padre me asustó tanto, que arranqué la hoja y la fui rompiendo hasta dejar trozos tan pequeños que imposibilitaran su reconstrucción.
Cierto es que me daba pena romper las hojas de aquel diario tan bonito, pero cuando se le cruzaba el cable a mi padre y gritaba como un poseso, bolígrafo en mano exorcistaba el mal trago con otro de mis cuentitos. En ellos siempre había un denominador común, alguien maligno moría. Por no repetirme tiraba de mi imaginación infantil y el malo podía terminar devorado por un tiburón, abrasado en un incendio, aplastado por una enorme roca..., mientras que el final de las hojas escritas siempre era el mismo, terminaban hechas pedacitos.
Normalmente las personas que escriben comienzan siendo lectoras. Yo recorrí al camino al revés, a través de mi escritura sentí curiosidad por ver que escribían los demás. Como en casa libros no había, empecé a sacar de la biblioteca de la escuela mis primeras lecturas. Ese hábito vino para quedarse y al tiempo, siendo ya adolescente, un furgón grande transformado en biblioteca llamado "bibliobús" pasaba cada miércoles por mi barrio. Ese día acudía a devolver lo que había leído y con hambre de libros nuevos.
Por entonces del viejo diario solo quedaba el lomo anémico, triste lápida de sus hojas muertas. No fui capaz de tirarlo.
Con respecto a la escritura, terminó siendo una necesidad más allá del desahogo de "matar" a mi padre. Me gustaba inventar cosas y dejé de romper lo que escribía. Una carpeta escolar a la que rotulé como matemáticas, se convirtió en el escondite perfecto que, tras taladrar con esmero los folios con sus dos agujeros pertinentes, fue engrosando poco a poco.
Yo no llamaba la atención ni por guapa ni por fea, no tenía alma de líder, no destacaba en nada y secretamente me juré que a través de la escritura viviría tantas vidas como pudiera imaginar, cuando algún personaje me caía mal lo mataba sin remordimientos y punto. Era tan especial e íntimo que me juré no compartirlo jamás.
Pero la vida da muchas vueltas, y contra mi pronóstico, el juramento tuvo fecha de caducidad.
Continuará.
Esta historia es de las que hacen aflorar en mi durante la lectura una marea de emociones y eso me encanta. Un besazo amiga 😘
ResponderEliminarY a mi me encanta que te encante, espero que la disfrutes.
ResponderEliminarBuen fin de semana amiga.