Mario se mudó a mi casa incluso antes de que firmáramos los papeles que nos reconocería como marido y mujer.
La convivencia entre los tres fluía, mi madre nos dejaba a nuestro aire y mi pareja y yo teníamos hábitos tranquilos que facilitaba la buena relación. Los tres nos llevábamos bien.
El embarazo no me daba la lata, solo me sentía más cansada de lo normal, pero por suerte no tuve ni un un vómito del que quejarme. Lo que me traía por el camino de la amargura era el mal ambiente en el trabajo. La supervisora, Mercedes, nos tenía a Fabiola y a mí enfiladas. Mi amiga y yo llegamos a la misma conclusión: se había endiosado tanto con sus tejemanejes, que o estabas de su lado o en su contra.
Para fastidiarnos nos separó y me mandó a una parte de la planta donde solo habían encamados. Me atreví a recordarle que estaba embarazada y el cambio -con los esfuerzos físicos que conllevaba- no me vendría bien. Mirándome con desprecio argumentó que el embarazo no era una enfermedad.
Por suerte entre compañeras hay una ley no escrita: hoy por ti y mañana por mí.
Aunque no estaba ya con Fabiola las compañeras se las arreglaban para que yo no tuviera que estar haciendo grandes esfuerzos físicos. Pero me sentía incómoda con la supervisora, seguía sin entender que nos puteara solo porque podía y se regodeara con su propia maldad.
Cuando me tocaba el turno de noche seguía escribiendo aquel borrador de novela con una protagonista tan mala, que solo podía tener un horrible final. Quizás era un desahogo infantil, pero menos era nada.
Fabiola estaba tan harta de aquel pésimo ambiente de trabajo, que empezó a moverse para encontrar otra cosa. Un día la encontré de buen humor en el trabajo y le pregunté por el motivo.
-Mira Maribel, empiezo en dos semanas en un centro de personas mayores, ya no aguanto más a esa harpía, y sé que dentro de unos meses se jubila una auxiliar y contratarán a otra. Una vez que esté dentro puedo hablarles de ti, si los cálculos que he hecho no me fallan, será en unos cinco meses, tú estás de siete, pídete una baja, con la barriga y el trabajo que tenemos no te la van a negar por una lumbalgia o algo parecido, y cuando llegue el momento empiezas a trabajar conmigo-.
Le dije que lo pensaría. Yo tenía debilidad por las personas mayores, pero en mi trabajo me gustaba tratar con gente de todas las edades, aunque como medida provisional estuviera bien, mi idea era sacar unas oposiciones para entrar en la Seguridad Social en un futuro próximo. Lo de cogerme una baja sin estar enferma me daba cosa, yo no era así. Pero mis prejuicios en ese sentido desaparecieron el día que Mercedes, como siempre y sin motivo, me ordenó bañar a un encamado que pesaba cien kilos, ella misma me ayudaría, eso dijo la muy cabrona. Me di cuenta de que era una encerrona cuando se quedó quieta cuando las dos debíamos movilizar al enfermo. El tirón lumbar me dejó doblada en dos, tuvieron que llevarme en silla de ruedas al servicio de urgencias del mismo hospital. Mientras esperaba a que me valoraran, no paré de preguntarme por qué aquella mujer era tan nociva, tenía que alejarme de ella cuanto antes. Al atenderme me preguntaron como había sido y al relatarle lo sucedido, me animaron a poner una reclamación, yo no era la primera que había sufrido por sus males artes. Sentía tanta rabia pensando que le podía haber pasado algo a mi criatura que me decidí: dejaría aquel lugar de trabajo, pero antes, presentaría por escrito una queja por la mala praxis que definía a la dichosa supervisora.
Aún así me seguía preguntando por qué había personas que disfrutaban haciendo maldades gratuitamente, no lograba comprenderlo.
Por desgracia con los años descubrí que en todas partes hay gente así, y que por más que las buenas personas sean más, basta una sola mala para envenenarlo todo.
Pero yo era joven, ya se encargaría la vida de quitarme la venda de los ojos.
Continuará.
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